Page 24 - El Alquimista
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Salieron andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las esquinas
había puestos de cosas para vender. Por fin llegaron al centro de una gran
plaza, donde funcionaba el mercado. Había millares de personas discutiendo,
vendiendo, comprando; hortalizas mezcladas con dagas, alfombras junto a
todo tipo de pipas. Pero el muchacho no apartaba los ojos de su nuevo amigo.
Al fin y al cabo, tenía todo su dinero en las manos. Pensó en pedirle que se lo
devolviera, pero temió que lo considerara una falta de delicadeza. Él no
conocía las costumbres de las tierras extrañas que estaban pisando.
«Bastará con vigilarlo», se dijo. Era más fuerte que el otro.
De repente, en medio de toda aquella confusión, apareció la espada más
hermosa que jamás había visto en su vida: la vaina era plateada y la
empuñadura negra, con piedras incrustadas. Se prometió a sí mismo que
cuando regresara de Egipto la compraría.
—Pregúntale al dueño cuánto cuesta —pidió al amigo. Pero se dio cuenta
de que se había quedado dos segundos distraído mirándola.
Sintió el corazón comprimido, como si todo su pecho se hubiera encogido
de repente. Tuvo miedo de mirar a su lado, porque sabía con lo que se iba a
encontrar. Sus ojos continuaron fijos en la hermosa espada algunos momentos
más hasta que se armó de valor y se dio vuelta.
A su alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo, gritando y
comprando, las alfombras mezcladas con las avellanas, las lechugas junto a las
monedas de cobre, los hombres cogidos de la mano por las calles, las mujeres
con velo, el olor a comida extraña, pero en ninguna parte, absoluta y
definitivamente en ninguna parte, el rostro de su compañero.
El muchacho aún quiso pensar que se habían perdido de vista
momentáneamente. Resolvió quedarse allí mismo, esperando a que el otro
volviera. Al poco tiempo, un individuo subió a una de aquellas torres y
comenzó a cantar; todos se arrodillaron, golpearon la cabeza en el suelo y
cantaron también. Después, como un ejército de laboriosas hormigas,
deshicieron los puestos de venta y se marcharon.
El sol comenzó a irse también. El muchacho lo contempló durante mucho
tiempo, hasta que se escondió detrás de las casas blancas que rodeaban la
plaza. Recordó que cuando aquel sol había nacido por la mañana, él estaba en
otro continente, era un pastor, tenía sesenta ovejas y una cita concertada con
una chica. Por la mañana, mientras andaba por los campos, sabía todo lo que
le iba a suceder.
Sin embargo, ahora que el sol se escondía, estaba en un país diferente, era
un extraño en una tierra extraña, donde ni siquiera podía entender el idioma
que hablaban. Ya no era un pastor y no tenía nada más en la vida, ni siquiera