Page 29 - El Alquimista
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apartar los malos pensamientos de nuestras cabezas.

                   Cuando acabaron de comer, el Mercader se dirigió al muchacho:

                   —Me  gustaría  que  trabajases  en  mi  tienda.  Hoy  entraron  dos  clientes
               mientras limpiabas los jarros, y eso es buena señal.

                   «Las personas hablan mucho de señales —pensó el pastor—, pero no se
               dan cuenta de lo que están diciendo. De la misma manera que yo no me daba
               cuenta de que desde hacía muchos años hablaba con mis ovejas un lenguaje

               sin palabras.»

                   —¿Quieres trabajar para mí? —insistió el Mercader.

                   —Puedo trabajar el resto del día —repuso el muchacho. Limpiaré hasta la
               madrugada  todos  los  cristales  de  la  tienda.  A  cambio,  necesito  dinero  para
               estar mañana en Egipto.

                   El hombre rio.

                   —Aunque limpiases mis cristales durante un año entero, aunque ganases

               una buena comisión de venta en cada uno de ellos, aún tendrías que conseguir
               dinero  prestado  para  ir  a  Egipto.  Hay  miles  de  kilómetros  de  desierto  entre
               Tánger  y  las  Pirámides.  Hubo  un  momento  de  silencio  tan  grande  que  la
               ciudad pareció haberse dormido. Ya no existían los bazares, las discusiones de
               los mercaderes, los hombres que subían a los alminares y cantaban, las bellas
               espadas con sus empuñaduras con piedras incrustadas. Ya se habían terminado
               la  esperanza  y  la  aventura,  los  viejos  reyes  y  las  Leyendas  Personales,  el

               tesoro  y  las  Pirámides.  Era  como  si  todo  el  mundo  permaneciese  inmóvil,
               porque  el  alma  del  muchacho  estaba  en  silencio.  No  había  ni  dolor,  ni
               sufrimiento, ni decepción; sólo una mirada vacía a través de la pequeña puerta
               del bar, y unas tremendas ganas de morir, de que todo se acabase para siempre
               en aquel instante.

                   El Mercader, asustado, miró al muchacho. Era como si toda la alegría que

               había visto en él aquella mañana hubiese desaparecido de repente.

                   —Puedo darte dinero para que vuelvas a tu tierra, hijo mío —le ofreció.

                   El muchacho continuó en silencio. Después se levantó, se arregló la ropa y
               cogió el zurrón.

                   —Trabajaré con usted —dijo. Y después de otro largo silencio, añadió—:
               Necesito dinero para comprar algunas ovejas.




                                                SEGUNDA PARTE
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