Page 32 - El Alquimista
P. 32

símbolos de la peregrinación. Uno de los que regresaron, un zapatero que vivía
               de  remendar  botas  ajenas,  me  dijo  que  había  caminado  casi  un  año  por  el
               desierto, pero que se cansaba mucho más cuando tenía que caminar algunas
               manzanas en Tánger para comprar cuero.

                   —¿Por qué no va a La Meca ahora? —inquirió el muchacho.

                   —Porque La Meca es lo que me mantiene vivo. Es lo que me hace soportar

               todos estos días iguales, esos jarrones silenciosos en los estantes, la comida y
               la  cena  en  aquel  restaurante  horrible.  Tengo  miedo  de  realizar  mi  sueño  y
               después no tener más motivos para continuar vivo.

                   »Tú  sueñas  con  ovejas  y  con  Pirámides.  Eres  diferente  de  mí,  porque
               deseas  realizar  tus  sueños.  Yo  sólo  quiero  soñar  con  La  Meca.  Ya  imaginé
               miles  de  veces  la  travesía  del  desierto,  mi  llegada  a  la  plaza  donde  está  la
               Piedra Sagrada, las siete vueltas que debo dar en torno a ella antes de tocarla.

               Ya imaginé qué personas estarán a mi lado, frente a mí, y las conversaciones y
               oraciones que compartiremos juntos. Pero tengo miedo de que sea una gran
               decepción, y por eso sólo prefiero seguir soñando.

                   Ese día el Mercader dio permiso al muchacho para construir la estantería.
               No todos pueden ver los sueños de la misma manera.

                   Pasaron  más  de  dos  meses  y  la  estantería  atrajo  a  muchos  clientes  a  la
               tienda de los cristales. El muchacho calculó que con seis meses más de trabajo

               ya podría volver a España, comprar sesenta ovejas y aun otras sesenta más. En
               menos de un año habría duplicado su rebaño, y podría negociar con los árabes,
               porque  ya  había  conseguido  hablar  aquella  lengua  extraña.  Desde  aquella
               mañana en el mercado no había vuelto a utilizar el Urim y el Tumim, porque
               Egipto pasó a ser un sueño tan distante para él como lo era la ciudad de La
               Meca para el Mercader. Sin embargo, el muchacho estaba ahora contento con

               su trabajo y pensaba siempre en el momento en que desembarcaría en Tarifa
               como un triunfador.

                   «Acuérdate de saber siempre lo que quieres», le había dicho el viejo rey. El
               chico lo sabía, y trabajaba para lograrlo. Quizá su tesoro había sido llegar a esa
               tierra extraña, encontrar a un ladrón y doblar el número de su rebaño sin haber
               gastado siquiera un céntimo.

                   Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas importantes, como el

               comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales. Una tarde vio a un
               hombre en lo alto de la colina quejándose de que era imposible encontrar un
               lugar  decente  para  beber  algo  después  de  toda  la  subida.  El  muchacho  ya
               conocía el lenguaje de las señales, y llamó al viejo para conversar.

                   —Vamos a vender té para las personas que suben la colina —le dijo.
   27   28   29   30   31   32   33   34   35   36   37