Page 37 - El Alquimista
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perdiendo importancia. Quizá porque no era su sueño.
«Quién sabe si no es mejor ser como el Mercader de Cristales; él nunca irá
a La Meca y vivirá con la ilusión de conocerla.» Pero estaba sosteniendo a
Urim y Tumim en sus manos, y estas piedras le traían la fuerza y la voluntad
del viejo rey. Por una coincidencia (o una señal, pensó el muchacho) llegó al
bar donde había entrado el primer día. No estaba el ladrón, y el dueño le trajo
una taza de té.
«Siempre podré volver a ser pastor —pensó el muchacho—. Aprendí a
cuidar las ovejas y nunca más me olvidaré de cómo son. Pero tal vez no tenga
otra oportunidad de llegar hasta las Pirámides de Egipto. El viejo tenía un
pectoral de oro y conocía mi historia. Era un rey de verdad, un rey sabio.»
Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras andaluzas, pero había un
desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá contempló esta
otra manera de enfocar la misma situación: en realidad, estaba dos horas más
cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos horas hubiera tardado un
año entero.
«Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan mucho
trabajo, y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser amado, pero es el
desierto que esconde mi tesoro. Si no consigo encontrarlo, siempre podré
volver a casa. Por lo pronto la vida me ha dado suficiente dinero, y tengo todo
el tiempo que necesito; ¿por qué no?»
En aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía volver a ser
pastor de ovejas. Siempre podía volver a ser vendedor de cristales. Tal vez el
mundo escondiera otros muchos tesoros, pero él había tenido un sueño
repetido y había encontrado a un rey. Esas cosas no le sucedían a cualquiera.
Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había acordado de que uno
de los proveedores del Mercader traía los cristales en caravanas que cruzaban
el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las manos; gracias a aquellas dos
piedras había reemprendido el camino hacia su tesoro.
«Siempre estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había dicho
el viejo rey.
No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides estaban
realmente muy lejos.
El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía a
animales, a sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un almacén;
apenas era un corral. «Toda mi vida para tener que pasar por un lugar como
éste —pensó mientras hojeaba distraído una revista de química—. Diez años
de estudio me conducen a un corral.»