Page 38 - El Alquimista
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Pero era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales. Durante
toda su vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del lenguaje único
hablado por el Universo. Primero se había interesado por el esperanto, después
por las religiones y finalmente por la Alquimia. Sabía hablar esperanto,
entendía perfectamente las diversas religiones, pero aún no era Alquimista. Es
verdad que había conseguido descifrar cosas importantes. Pero sus
investigaciones llegaron hasta un punto a partir del cual no podía progresar
más. Había intentado en vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los
alquimistas eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi
siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían descubierto el
secreto de la Gran Obra —llamada Piedra Filosofal— y por eso se encerraban
en su silencio.
Ya había gastado parte de la fortuna que su padre le había dejado buscando
inútilmente la Piedra Filosofal. Había consultado las mejores bibliotecas del
mundo y comprado los libros más importantes y más raros sobre Alquimia. En
uno de ellos descubrió que, muchos años atrás, un famoso alquimista árabe
había visitado Europa. Decían de él que tenía más de doscientos años, que
había descubierto la Piedra Filosofal y el Elixir de la Larga Vida. El Inglés se
quedó impresionado con la historia. Pero no habría pasado de ser una leyenda
más si un amigo suyo, al volver de una expedición arqueológica en el desierto,
no le hubiese hablado de la existencia de un árabe que tenía poderes
excepcionales.
—Vive en el oasis de al—Fayum —dijo su amigo—. Y la gente dice que
tiene doscientos años y que es capaz de transformar cualquier metal en oro.
El Inglés no cabía en sí de tanta emoción. Inmediatamente canceló todos
sus compromisos, juntó sus libros más importantes y ahora estaba allí, en
aquel almacén parecido a un corral, mientras allá afuera una inmensa caravana
se preparaba para cruzar el Sahara. La caravana pasaba por al—Fayum.
«Tengo que conocer a ese maldito Alquimista», pensó el Inglés. Y el olor
de los animales se hizo un poco más tolerable.
Un joven árabe, también cargado de bolsas, entró en el lugar donde estaba
el Inglés y lo saludó.
—¿Adónde va? —preguntó el joven árabe.
—Al desierto —repuso el Inglés, y volvió a su lectura. Ahora no quería
conversar. Tenía que recordar todo lo que había aprendido durante diez años,
porque el Alquimista seguramente lo sometería a alguna especie de prueba.
El joven árabe sacó un libro escrito en español y empezó a leer. «¡Qué
suerte!», pensó el Inglés. Él sabía hablar español mejor que árabe, y si este
muchacho fuese hasta al—Fayum tendría a alguien con quien conversar