Page 35 - El Alquimista
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La ciudad aún dormía. Se hizo un sándwich de sésamo y bebió té caliente
               en una jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la puerta, fumando
               solo el narguile.

                   Fumó en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido siempre
               constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto. Cuando acabó
               de fumar, metió la mano en uno de los bolsillos del traje y se quedó algunos
               instantes contemplando lo que había extraído de allí.


                   Era  un  gran  mazo  de  billetes.  El  dinero  suficiente  para  comprar  ciento
               veinte ovejas, un pasaje de regreso y una licencia de comercio entre su país y
               el país donde estaba.

                   Esperó  pacientemente  a  que  el  viejo  se  levantara  y  abriera  la  tienda.
               Entonces los dos fueron juntos a tomar más té.

                   —Me  voy  hoy  —dijo  el  muchacho—.  Tengo  dinero  para  comprar  mis
               ovejas. Usted tiene dinero para ir a La Meca.


                   El viejo no dijo nada.

                   —Le pido su bendición —insistió el muchacho—. Usted me ayudó.

                   El viejo continuó preparando el té en silencio. Poco después, no obstante,
               se dirigió al muchacho. —Estoy orgulloso de ti —dijo—. Tú trajiste alma a mi
               tienda de cristales. Pero sabes que yo no voy a ir a La Meca. Como también
               sabes que no volverás a comprar ovejas.


                   —¿Quién se lo ha dicho? —preguntó el muchacho asustado.

                   —Maktub —repuso simplemente el viejo Mercader de Cristales.

                   Y lo bendijo.

                   El muchacho volvió a su cuarto para recoger sus cosas. Llenó tres bolsas.
               Cuando ya estaba saliendo, reparó en su viejo zurrón de pastor tirado en un
               rincón. Estaba todo arrugado, y él casi lo había olvidado. Allí dentro estaban
               aún  el  mismo  libro  y  la  chaqueta.  Cuando  sacó  esta  última,  pensando  en

               regalársela a algún chico de la calle, las dos piedras rodaron por el suelo. Urim
               y Tumim.

                   Entonces  el  muchacho  se  acordó  del  viejo  rey,  y  se  sorprendió  al  darse
               cuenta  del  tiempo  que  hacía  que  no  pensaba  en  él.  Durante  un  año  había
               trabajado  sin  parar,  pensando  sólo  en  conseguir  dinero  para  no  tener  que
               volver a España con la cabeza gacha.

                   «Nunca  desistas  de  tus  sueños  —había  dicho  el  viejo  rey—.  Sigue  las
               señales.»


                   El  muchacho  recogió  a  Urim  y  Tumim  del  suelo  y  tuvo  nuevamente
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