Page 23 - El Alquimista
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—Aquí  casi  todo  el  mundo  habla  español.  Estamos  sólo  a  dos  horas  de
               España.

                   —Siéntate y pide algo por mi cuenta —le ofreció el muchacho—. Y pide
               un vino para mí. Detesto este té.

                   —No hay vino en este país —dijo el recién llegado—. La religión no lo
               permite.

                   El  muchacho  le  explicó  entonces  que  tenía  que  llegar  a  las  Pirámides.

               Estuvo a punto de hablarle del tesoro, pero decidió callarse. El árabe era capaz
               de querer una parte a cambio de llevarlo hasta allí. Se acordó de lo que el viejo
               le había dicho respecto a los ofrecimientos.

                   —Me gustaría que me llevaras, si es posible. Puedo pagarte como guía.

                   —¿Tú tienes idea de cómo se llega hasta allí?

                   El  muchacho  se  dio  cuenta  de  que  el  dueño  del  bar  andaba  cerca,
               escuchando atentamente la conversación. Se sentía molesto por su presencia;

               pero había encontrado un guía, y no podía perder aquella oportunidad.

                   —Hay  que  atravesar  todo  el  desierto  del  Sahara  —continuó  el  recién
               llegado—,  y  para  eso  se  necesita  dinero.  Quiero  saber  si  tienes  el  dinero
               suficiente.

                   Al  muchacho  le  extrañó  la  pregunta  que  le  había  formulado  el  recién
               llegado.  Pero  confiaba  en  el  viejo,  y  el  viejo  le  había  dicho  que  cuando  se

               quiere una cosa, el Universo siempre conspira a favor.

                   Sacó su dinero del bolsillo y se lo mostró. El dueño del bar se acercó y
               miró también. Los dos intercambiaron algunas palabras en árabe. El dueño del
               bar parecía irritado.

                   —¡Vámonos! —dijo el recién llegado—. Él no quiere que nos quedemos
               aquí.

                   El muchacho se sintió aliviado: Se levantó para pagar la cuenta, pero el

               dueño lo agarró y comenzó a hablarle sin parar. Aunque era fuerte, estaba en
               una tierra extranjera. Fue su nuevo amigo quien empujó al dueño hacia un lado
               y acompañó al chico hasta la calle.

                   —Quería  tu  dinero  —dijo—.  Tánger  no  es  igual  que  el  resto  de  África.
               Estamos en un puerto, y en los puertos hay siempre muchos ladrones. Podía
               confiar en su nuevo amigo. Le había ayudado en una situación crítica. Sacó
               nuevamente el dinero y lo contó.

                   —Podemos llegar mañana a las Pirámides —dijo el otro cogiendo el dinero

               —. Pero necesito comprar dos camellos.
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