Page 110 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Tras haber franqueado el cinturón exterior de rocas por un estrecho paso, el Nautilus se
                  encontró al otro lado de los rompientes, en aguas cuya profundidad se limitaba a unas
                  treinta o cuarenta brazas. Bajo la verde sombra de los man-glares, vi a algunos salvajes que
                  manifestaban una viva sor-presa. En el largo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de agua
                  ¿no veían ellos un formidable cetáceo del que había que desconfiar?

                  En aquel momento, el capitán Nemo me preguntó qué era lo que yo sabía acerca del
                  naufragio de La Pérousse.

                   Lo que sabe todo el mundo, capitán  le respondí.

                   ¿Y podría decirme qué es lo que sabe todo el mundo?  me preguntó con un tono un tanto
                  irónico.

                   Con mucho gusto.

                  Y le conté lo que los últimos trabajos de Dumont d'Urville habían dado a conocer, y que
                  muy sucintamente resumido es lo que sigue. La Pérousse y su segundo, el capitán de
                  Lan-gle, fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegación a bordo
                  de las corbetas Boussole y Astro-labe, que nunca más reaparecerían.

                  En 1791, el gobierno francés, inquieto por la suerte de las dos corbetas armó dos grandes
                  navíos, Récherche y Esperan-ce, que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando
                  de Bruni d'Entrecasteaux. Dos meses después, se supo por la declaración de un tal Bowen,
                  capitán del Albermale, que se habían visto restos de los buques naufragados en la costas de
                  la Nueva Georgia. Pero ignorando D'Entrecasteaux tal comu-nicación, bastante incierta, por
                  otra parte, se dirigió hacia las islas del Almirantazgo, designadas en un informe del capitán
                  Hunter como escenario del naufragio de La Pérousse.

                  Vanas fueron sus búsquedas. La Esperance y la Récherche pasaron incluso ante Vanikoro
                  sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado, pues costó la vida a D'Entrecasteaux, a dos de
                  sus oficiales y a varios marineros de su tripulación.

                  Sería un viejo navegante del Pacífico, el capitán Dillon, el primero que encontrara huellas
                  indiscutibles de los náufra-gos. El 15 de mayo de 1824, al pasar con su navío, el
                  Saint Patrick, cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas Hébri-das, un indígena que se
                  había acercado en piragua le vendió la empuñadura de plata de una espada en la que
                  aparecían unos caracteres grabados con buril. El indígena afirmó que seis años antes,
                  durante una estancia en Vanikoro, había vis-to a dos europeos, pertenecientes a las
                  tripulaciones de unos barcos que habían naufragado hacía largos años en los arre-cifes de la
                  isla.

                  Dillon adivinó que se trataba de los barcos de La Pérous-se, cuya desaparición había
                  conmovido al mundo entero. Quiso ir a Vanikoro, donde, según el indígena, había
                  nume-rosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se lo impidieron. Dillon
                  regresó a Calcuta, donde consiguió in-teresar en su descubrimiento a la Sociedad Asiática y
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