Page 105 - veinte mil leguas de viaje submarino
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enorme cantidad de ejemplares entre los que reconocí las nueve especies del Pacífico
clasificadas por D'Orbigny.
Así, durante la travesía el mar nos prodigaba incesante-mente sus más maravillosos
espectáculos, variándolos al in-finito y cambiando su decoración y su escenificación para el
placer de nuestros ojos. Llamados estábamos no sólo a con-templar en medio del elemento
líquido las obras del Crea-dor, sino también a penetrar los más temibles misterios del
océano.
Durante la jornada del 11 de diciembre, me hallaba yo le-yendo en el gran salón, mientras
Ned Land y Conseil obser-vaban las aguas luminosas a través del cristal. El Nautilus
es-taba inmóvil. Llenos sus depósitos, se mantenía a una profundidad de mil metros, región
poco habitada, en la que tan sólo los grandes peces hacían raras apariciones. Estaba yo
leyendo un libro delicioso de Jean Macé, Los servidores del estómago, y saboreando sus
ingeniosas lecciones, cuan-do Conseil interrumpió mi lectura:
¿Quiere venir un instante el señor?
¿Qué pasa, Conseil?
Mire el señor.
Me levanté y me acerqué al cristal.
Iluminada por la luz eléctrica, una enorme masa negruz-ca, inmóvil, se mantenía
suspendida en medio de las aguas. La observé atentamente, tratando de reconocer la
naturaleza del gigantesco cetáceo. Pero otra idea me asaltó súbitamente.
¡Un navío! exclamé.
Sí respondió el canadiense un barco que se fue a pique.
No se equivocaba Ned Land. Estábamos ante un barco cu-yos obenques cortados pendían
aún de sus cadenas. Su cas-co parecía estar en buen estado, y su naufragio debía datar de
unas pocas horas. Tres trozos de mástiles, cortados a dos pies por encima del puente,
indicaban que el barco había de-bido sacrificar su arboladura. Pero vencido de costado,
ha-bía hecho agua y aún daba la banda por babor. Si triste era el espectáculo de ese casco
perdido bajo el agua, más lo era aún el de su puente, en el que yacían algunos cadáveres,
amarrados con cuerdas. Conté cuatro cuatro hombres, uno de los cuales se mantenía en
pie, al timón y luego una mujer, me-dio asomada a la toldilla con un niño en sus brazos.
Era una mujer joven, y a la luz del foco del Nautilus pude ver sus ras-gos aún no
descompuestos por el agua. En un supremo es-fuerzo había elevado por encima de su
cabeza a su hijo, po-bre ser cuyos brazos trataban de aferrarse al cuello de la madre.
Espantosa era la actitud de los cuatro marineros, re-torcidos en sus movimientos
convulsivos que denunciaban un último esfuerzo por arrancarse a las cuerdas que les
liga-ban al barco. Sólo, más sereno, con el semblante grave, sus grises cabellos pegados a la