Page 100 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasa-ron sin vernos, rozándonos casi
                  con sus aletas parduscas. Gracias a eso escapamos de milagro a un peligro más gran-de, sin
                  duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva.

                  Media hora después, guiados por el resplandor eléctrico, llegamos al Nautilus. La puerta
                  exterior había permanecido abierta, y el capitán Nemo la cerró, una vez que hubimos
                  en-trado en la primera cabina. Luego oprimió un botón. Oí cómo maniobraban las bombas
                  en el interior del navío y, en unos instantes, la cabina quedó vaciada. Se abrió entonces la
                  puerta interior y pasamos al vestuario.

                  No sin trabajo, nos desembarazamos de nuestros pesados ropajes. Extenuado, cayéndome
                  de sueño e inanición, regre-sé a mi camarote, maravillado todavía de la sorprendente
                  excursión por el fondo del mar.



                  18. Cuatro mil leguas bajo el Pacifico



                  Al amanecer del día siguiente, 18 de noviembre, perfectamente repuesto ya de mi fatiga de
                  la víspera, subí a la plataforma en el momento en que el segundo del Nautilus pronunciaba
                  su enigmática frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que esa frase debía referirse al estado
                  del mar o que su significado podía ser el de «Nada a la vista».

                  Y en efecto, el océano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. Las alturas de la
                  isla Crespo habían desapareci-do durante la noche.

                  El mar absorbía los colores del prisma, con excepción del azul, y los reflejaba en todas
                  direcciones cobrando un admi-rable tono de añil. Sobre las olas se dibujaban con
                  regulari-dad anchas rayas de muaré.

                  Hallábame yo admirando tan magnífico efecto de la luz sobre el océano, cuando apareció el
                  capitán Nemo, quien, sin percatarse de mi presencia, comenzó a efectuar una serie de
                  observaciones astronómicas. Luego, una vez terminada su operación, se apostó en el
                  saliente del fanal para sumirse en la contemplación del océano.

                  Entretanto, una veintena de marineros del Nautilus, todos de una vigorosa y bien
                  constituida complexión, habían subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la
                  lastra durante la noche. Aquellos marineros pertenecían evidente-mente a nacionalidades
                  diferentes, aunque el tipo europeo estuviera fuertemente pronunciado en todos ellos.
                  Recono-cí, sin temor a equivocarme, irlandeses, franceses, algunos eslavos y un griego o
                  candiota. Pero eran tan sobrios de pa-labras, y las pocas que usaban eran las de aquel
                  extraño idio-ma cuyo origen me era hermético, que debí renunciar a in-terrogarles.
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