Page 96 - veinte mil leguas de viaje submarino
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derechos que tenían los primeros hombres en los pri-meros días del mundo. ¿Y quién
hubiera podido disputarle la posesión de esa parcela submarina? ¿Había acaso un pio-nero
más audaz que pudiera ir allí, hacha en mano, a des-montar aquellas umbrosas espesuras?
Grandes plantas arborescentes formaban el bosque, y tan pronto como penetramos en él me
sorprendió la singular disposición de sus ramajes que nunca había podido yo ob-servar en
lugar alguno.
Ninguna de las hierbas que tapizaban el suelo, ninguna de las ramas que erizaban los
arbustos se curvaba ni se exten-día en un plano horizontal. Todas subían hacia la superficie
del océano. No había ni un filamento, ni una planta, por del-gados que fuesen, que no se
mantuvieran rectos, como vari-llas de hierro. Los fucos y las lianas se desarrollaban
siguien-do una línea rígida y perpendicular, mantenida por la densidad del elemento que las
había producido. Inmóviles, cuando yo las apartaba con la mano las plantas recuperaban
inmediatamente su posición primera. Era aquel el reino de la verticalidad.
No tardé en acostumbrarme a esa extraña disposición, así como a la relativa oscuridad que
nos envolvía. El suelo del bosque estaba sembrado de agudas piedras difíciles de evi-tar. La
flora submarina me pareció ser muy completa, más rica que la de las zonas árticas o
tropicales. Pero durante al-gunos minutos confundí involuntariamente los reinos entre sí,
tomando los zoófitos por hidrófitos, los animales por plantas. ¿Quién no los hubiera
confundido? La fauna y la flo-ra se tocan muy de cerca en el mundo submarino.
Observé que todas esas plantas se fijaban al suelo muy su-perficialmente. Desprovistas de
raíces, indiferentes al cuer-po sólido arena, conchas, caparazones de moluscos o
pie-dras que las soporta, estas plantas no le piden más que un punto de apoyo, no la
vitalidad. Estas plantas no proceden más que de sí mistnas, y el principio de su existencia
está en ,el agua que las sostiene y las alimenta. En lugar de hojas, la mayoría de ellas
formaban unas tiras de aspectos capricho-sos, circunscritas a una restringida gama de
colores: rosa, carmín, verdes claro y oliva, rojo oscuro y marrón. Allí vi, pero no disecadas
como en las vitrinas del Nautilus, las pa-dinas o pavonias, desplegadas en abanicos que
parecían so-licitar la brisa; ceramias escarlatas; laminarias que alargaban sus retoños
comestibles; nereocísteas filiformes y onduladas que se expandían a una altura de unos
quince metros; ramos de acetabularias cuyos tallos crecen por el vértice, y otras muchas
plantas pelágicas, todas desprovistas de flores. «Cu-riosa anomalía, extraño elemento ha
dicho un ingenioso naturalista en el que florece el reino animal y no el vegetal.»
Entre esos arbustos, tan grandes como los árboles de las zonas templadas, y bajo su húmeda
sombra se amasaban verdaderos matorrales con flores vivas, setos de zoófitos so-bre los
que se abrían las meandrinas, rayadas como cebras por surcos tortuosos; amarillentas
cariofíleas de tentáculos diáfanos; haces de zoantarios en forma de césped... Y, para
completar la ilusión, los peces mosca volaban de rama en rama como un enjambre de
colibríes, mientras que dactiló-peros, monocentros y amarillos lepisacantos, de erizadas
mandíbulas y escamas agudas, se levantaban a nuestro paso como una bandada de chochas.
Hacia la una, con gran satisfacción por mi parte, el capitán Nemo dio la señal de alto, y nos
tendimos bajo un haz de ala-rias cuyos largos y delgados filoides se erguían como flechas.