Page 92 - veinte mil leguas de viaje submarino
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pantalón, éste se empalmaba con unas gruesas botas guarnecidas con unas pesadas suelas
de plomo. El tejido de la chaqueta estaba reforzado por fmas láminas de cobre, que
acorazaban el pecho protegiéndole de la presión de las aguas y que permitían el libre
funcionamiento de los pulmones; sus mangas terminaban en unos fmos guantes que
dejaban a las manos gran libertad de movimientos.
Como se ve, tales escafandras perfeccionadas distaban mucho de recubrimientos tan
informes como las corazas de corcho, los cofres, y los trajes marinos inventados o
preconi-zados en el siglo XVIII.
El capitán Nemo, uno de sus compañeros una especie de Hércules, que debía tener una
fuerza prodigiosa , Conseil y yo nos hallamos pronto revestidos de aquellos trajes, a falta
tan sólo ya de alojar nuestras cabezas en sus esferas metáli-cas. Pero antes de proceder a
esta operación, pedí permiso al capitán para examinar los fusiles que nos estaban
desti-nados.
Uno de los hombres del Nautilus me presentó un fusil muy sencillo cuya culata, hecha de
acero y hueca en su inte-rior, era de gran dimensión. La culata servía de depósito al aire
comprimido al que una válvula, accionada por un gati-llo, dejaba escapar por el cañón de
metal. Una caja de pro-yectiles, alojada en la culata, contenía una veintena de balas
eléctricas que por medio de un resorte se colocaban automá-ticamente en el cañón del fusil.
Efectuado un disparo, el pro-yectil siguiente quedaba listo para partir.
Capitán Nemo le dije , es un arma perfecta y de fácil manejo. Estoy deseando
probarla. Pero ¿cómo vamos a lle-gar al fondo del mar?
En este momento, señor profesor, el Nautilus está posa-do a diez metros de profundidad.
Vamos a partir.
Pero ¿cómo saldremos?
Va usted a verlo.
El capitán Nemo introdujo su cabeza en la esfera metáli-ca, y Conseil y yo hicimos lo
propio, no sin antes haber oído al canadiense desearnos irónicamente una «buena caza».
Nuestros trajes terminaban en un collar de cobre agujerea-do al que se ajustaba el casco de
metal. Tres aberturas prote-gidas por gruesos cristales permitían ver en todas las
direc-ciones sin más que ladear la cabeza en el interior de la esfera. Una vez que ésta se
halló ajustada, los aparatos Rouquayrol, colocados a la espalda, comenzaron a fimcionar.
Pude com-probar que se respiraba perfectamente.
Con la lámpara Ruhmkorff suspendida de mi cinturón y con el fusil en la mano, me hallé
listo para partir. Pero apri-sionado en un traje tan pesado y clavado al suelo por mis suelas
de plomo me resultó imposible dar un paso.
El caso estaba previsto, pues sentí que me empujaban ha-cia una pequeña cabina contigua
al vestuario. Igualmente impelidos, mis compañeros me siguieron. Pude oír como se