Page 95 - veinte mil leguas de viaje submarino
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finísimas, rodimenas pal-meadas semejantes a abanicos de cactus. Observé que las plantas
verdes se mantenían cerca de la superficie del mar, mientras que las rojas ocupaban una
profundidad media, dejando el fondo a los hidrófilos negros u oscuros.
Estas algas son verdaderamente un prodigio de la crea-ción, una de las maravillas de la
flora universal. Esta familia forma a la vez los vegetales más pequeños y más grandes de la
naturaleza. Así, si se han podido contar en un espacio de cinco milímetros cuadrados
cuarenta mil de estas plan-tas, se han recogido también fucos de una longitud superior a
quinientos metros.
Hacía ya aproximadamente hora y media que habíamos salido del Nautilus. Era ya casi
mediodía, a juzgar por la per-pendicularidad de los rayos solares, que ya no se refracta-ban.
La magia de los colores fue desapareciendo poco a poco, y los matices de la esmeralda y
del zafiro se borraron de nuestro firmamento. Caminábamos a un paso regular que resonaba
sobre el suelo con una gran intensidad. Los menores ruidos se transmitían con una rapidez a
la que no está acostumbrado el oído en tierra. En efecto, el agua es para el sonido mejor
vehículo que el aire y se propaga en ella con una rapidez cuatro veces mayor.
En aquel momento, el suelo adquirió un declive muy pro-nunciado. La luz cobró una
tonalidad uniforme. Alcanza-mos una profundidad de cien metros que nos sometió a una
presión de diez atmósferas. Pero nuestros trajes estaban tan bien concebidos para ello que
esa presión no me causó nin-gún sufrimiento. únicamente sentí una cierta molestia en las
articulaciones de los dedos, pero fue pasajera. En cuanto al cansancio que debía producir un
paseo de dos horas, em-butido en una escafandra a la que no estaba acostumbrado, era
prácticamente nulo, pues mis movimientos, ayudados por el agua, se producían con una
sorprendente facilidad.
Llegados a una profundidad de trescientos pies, veíamos aún, pero débilmente, los rayos del
sol. A su intensa luz ha-bía sucedido un crepúsculo rojizo, a medio término entre el día y la
noche. Sin embargo, veíamos aún lo suficiente como para no necesitar del concurso de los
aparatos Ruhmkorff.
El capitán Nemo se detuvo, esperó a que me uniera a él y entonces me mostró con el dedo
unas masas negras que se destacaban en la oscuridad a corta distancia.
«Es el bosque de la isla de Crespo», pensé. Y no me equi-vocaba.
17. Un bosque submarino
Habíamos llegado por fin al linde de ese bosque, uno de los más bellos de los inmensos
dominios del capitán Nemo. Él lo consideraba como suyo y se atribuía sobre él los mis-mos