Page 98 - veinte mil leguas de viaje submarino
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comunicación entre la bobina y el serpentín de cristal, y el mar, iluminado por nuestras
cuatro linternas, se hizo visible en un radio de unos veinticinco metros.
El capitán Nemo continuó adentrándose en la oscura pro-fundidad del bosque cuyos
arbustos iban rarificándose. Ob-servé que la vida vegetal desaparecía con más rapidez que
la animal. Las plantas pelágicas abandonaban ya un suelo que iba tornándose árido, pero en
el que pululaban en cantida-des prodigiosas zoófitos, articulados, moluscos y peces.
Pensaba yo, mientras proseguíamos la marcha, que la luz de nuestros aparatos Ruhmkorff
debía necesariamente atraer a algunos de los habitantes de esos oscuros fondos. Pero
aunque muchos se acercaron lo hicieron a una distancia lamentable para un cazador. Varias
veces vi al capitán Nemo detenerse y apuntar con su fusil para, tras algunos instantes de
observación, desistir de tirar y reanudar la marcha.
La maravillosa excursión concluyó hacia las cuatro, al toparnos con un muro de soberbios
peñascos aglomerados en bloques gigantescos, de una masa imponente, que se ir-guió ante
nosotros. Era un enorme acantilado de granito excavado de grutas oscuras, pero que no
ofrecía ninguna rampa practicable. Eran los cantiles de la isla Crespo. Era la tierra.
El capitán Nemo se detuvo y nos hizo un gesto de alto. Por muchos deseos que hubiera
tenido de franquear aquella mu-ralla hube de pararme. Ahí terminaban los dominios del
ca-pitán Nemo, que él no quería sobrepasar. Más allá comenza-ba la porción del Globo que
se había jurado no volver a pisar.
Al frente de su pequeña tropa, el capitán Nemo comenzó el retorno, marchando sin
vacilación. Me pareció que no to-mábamos el mismo camino para regresar al Nautilus. El
que íbamos siguiendo, muy escarpado, y por consiguiente, muy penoso, nos acercó
rápidamente a la superficie del mar. Pero ese retorno a las capas superiores no fue tan
rápido, sin em-bargo, como para provocar una descompresión que hubiera producido
graves desórdenes en nuestros organismos y de-terminar en ellos esas lesiones internas tan
fatales a los bu-zos. Pronto reapareció y aumentó la luz, y, con el sol ya muy bajo en el
horizonte, la refracción festoneó nuevamente los objetos de un anillo espectral.
Marchábamos a diez metros de profundidad, en medio de un enjambre de pececillos de
todas las especies, más nume-rosos que los pájaros en el aire, más ágiles también, pero aún
no se había ofrecido a nuestros ojos una presa acuática dig-na de un tiro de fusil.
En aquel momento, vi al capitán apuntar su arma hacia algo que se movía entre la
vegetación. Salió el tiro, que pro-dujo un débil silbido, y un animal cayó fulminado a
algunos pasos. Era una magnífica nutria de mar, el único cuadrúpe-do exclusivamente
marino. La pieza, de un metro y medio de longitud, debía tener un precio muy alto. Su piel,
de color pardo oscuro por el lomo y plateado por debajo, era de esas que tanto se cotizan en
los mercados rusos y chinos. La finu-ra y el lustre de su pelaje le aseguraban un valor
mínimo de dos mil francos. Contemplé con admiración al curioso ma-mífero de cabeza
redondeada con pequeñas orejas, sus ojos redondos, sus bigotes blancos, semejantes a los
del gato, sus pies palmeados con uñas y su cola peluda. Este precioso car-nicero, sometido
a la intensa persecución y caza de los pesca-dores, va haciéndose extremadamente raro. Se