Page 94 - veinte mil leguas de viaje submarino
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De repente, se dibujaron ante nuestros ojos algunas for-mas casi diluidas en la lejanía. Eran
                  unas magníficas rocas tapizadas de las más bellas muestras de zoófitos. Pero lo que más
                  llamó mi atención fue un efecto especial al medio en que me hallaba.

                  Eran en ese momento las diez de la mañana. Los rayos del sol tocaban la superficie de las
                  aguas en un ángulo bastante oblicuo, y al contacto de su luz descompuesta por la
                  refrac-ción, como a través de un prisma, flores, rocas, plantas, con-chas y pólipos se teñían
                  en sus bordes de los siete colores del espectro. El entrelazamiento de colores era una
                  maravilla, una fiesta para los ojos, un verdadero calidoscopio de verde, de amarillo, de
                  naranja, de violeta, de añil, azul .... en fin, toda la paleta de un furioso colorista. ¡Cuánto
                  sentía no po-der comunicar a Conseil las vivas sensacio s que me em-abargaban y rivalizar
                  con él en exclamaciones deliración! No sabía, como el capitán Nemo y su compañero,
                  cambiar mis pensamientos por signos convenidos. Por ello, me ha-blaba a mí mismo y
                  gritaba en la esfera de cobre que rodeaba mi cabeza, gastando así en vanas palabras más
                  aire de lo conveniente.

                  Ante tan espléndido espectáculo, Conseil se había deteni-do como yo. Evidentemente, en
                  presencia de esas muestras de zoófitos y moluscos, el buen muchacho se dedicaba, como de
                  costumbre, al placer de la clasificación. Pólipos y equinodermos abundaban en el suelo. Los
                  isinos variados; las cornularias que viven en el aislamiento; racimos de ocu-linas vírgenes,
                  en otro tiempo designadas con el nombre de «coral blanco»; las fungias erizadas en forma
                  de hongos; las anémonas, adheridas por su disco muscular, semejaban un tapiz de flores
                  esmaltado de porpites adornadas con su gor-guera de tentáculos azulados; de estrellas de
                  mar que cons-telaban la arena y de asterofitos verrugosos, finos encajes que se diría
                  bordados por la mano de las náyades y cuyos festones se movían ante las ondulaciones
                  provocadas por nuestra marcha. Sentía un verdadero pesar al tener que aplastar bajo mis
                  pies los brillantes especímenes de molus-cos que por millares sembraban el suelo: los
                  peines con-céntricos; los martillos; las donáceas, verdaderas conchas saltarinas; los trocos;
                  los cascos rojos; los estrombos ala de--ángel; las afisias y tantos otros productos de este
                  inagotable océano. Pero había que seguir andando y continuamos ha-cia adelante, mientras
                  por encima de nuestras cabezas boga-ban tropeles de fisalias con sus tentáculos azules
                  flotando detrás como una estela, y medusas, cuyas ombrelas opalinas o rosáceas
                  festoneadas por una raya azul nos «abrigaban» de los rayos solares, y pelagias noctilucas
                  que, en la oscuridad, habrían sembrado nuestro camino de resplandores fosfores-centes.

                  Entreví todas esas maravillas en el espacio de un cuarto de milla, deteniéndome apenas y
                  siguiendo al capitán Nemo que, de vez en cuando, me hacía alguna que otra señal. La
                  naturaleza del suelo empezó a modificarse. A la llanura de arena sucedió una capa de barro
                  viscoso que los americanos llaman oaze, compuesta únicamente de conchas silíceas o
                  calcáreas. Luego recorrimos una pradera de algas, plantas pelágicas muy frondosas que las
                  aguas no habían arrancado todavía. Aquel césped apretado y mullido habría podido
                  ri-valizar con las más blandas alfombras tejidas por la mano del hombre. Pero a la vez que
                  bajo nuestros pies, la vegetación se extendía también sobre nuestras cabezas. Una ligera
                  bóveda de plantas marinas, pertenecientes a la exuberante familia de las algas, de las que se
                  conocen más de dos mil es-pecies, se cruzaba en la superficie de las aguas. Veía flotar
                  largas cintas de fucos, globulosos unos, tubulados otros, laurencias, cladóstefos de hojas
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