Page 107 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Milne Edwards, a clasificarlas en cinco secciones. Los animálculos que secretan este
pólipo viven por millones en el fondo de sus celdas. Son sus depósitos calcáreos los que se
erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos luga-res forman un anillo circular en
torno a un pequeño lago in-terior comunicado con el mar por algunas brechas. En otros, se
alinean en barreras de arrecifes semejantes a las existentes en las costas de la Nueva
Caledonia y en diversas islas de las Pomotú. Finalmente, en otros lugares, como en las islas
de la Reunión y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de altas murallas rectas,
en cuyas proximidades son conside-rables las profundidades del océano.
Como el Nautilus bordeara a unos cables de distancia tan sólo el basamento de la isla
Clermont Tonnerre, pude admi-rar la obra gigantesca realizada por esos trabajadores
mi-croscópicos. Aquellas murallas eran especialmente obra de las madréporas conocidas
con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos pólipos se desarrollan
particularmente en las capas agitadas de la superficie del mar y, consecuentemente, es por
su parte superior por la que comienzan estas construcciones que, poco a poco, se hun-den
con los restos de las secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teoría de Darwin, que
explica así la formación de los atolones, teoría más plausible, en mi opinión, que la que da
por base a los trabajos madrepóricos las cimas de las montañas o de los volcanes
sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.
Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verti-cales, ya que la sonda indicaba más
de trescientos metros de profundidad, y nuestros focos eléctricos arrancaban res-plandores
de aquella brillante masa calcárea.
Asombré mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta so-bre el crecimiento de esas
barreras colosales, al decirle que los sabios medían ese crecimiento en un octavo de
pulgada por siglo.
Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado...
Ciento noventa y dos mil años, mi buen Conseil, lo que amplía singularmente los días
bíblicos. Pero, por otra parte, la formación de la hulla, es decir, la mineralización de los
bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho más considerable. Pero
debo añadir que los días de la Biblia son épocas y no el período que media entre dos
sali-das del sol, puesto que, según la misma Biblia, el astro diur-no no data del primer día
de la creación.
Cuando el Nautilus emergió a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de
Clermont Tonnerre, baja y bos-cosa. Sus rocas madrepóricas fueron evidentemente
fertili-zadas por las lluvias y tempestades. Un día, alguna semilla arrebatada por el huracán
a las tierras vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los detritus
descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco,
llevada por las olas, llegó a estas nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente
retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación se extendió poco a poco. Algunos
animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las
tortugas vi-nieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron en los jóvenes árboles. De