Page 306 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Por los cristales descubiertos del salón vi algunos grandes peces pasar como fantasmas por
                  el agua en fuego. ¡El rayo golpeó a algunos bajo mis ojos!

                  El Nautilus continuó descendiendo. Yo pensaba que ha-llaría la calma a una profundidad de
                  quince metros. No. Las capas superiores estaban demasiado violentamente agita-das. Hubo
                  que descender hasta cincuenta metros en las en-trañas del mar para hallar el reposo. Allí,
                  ¡qué tranquili-dad!, ¡qué silencio!, ¡qué paz! ¿Quién hubiese dicho que un terrible huracán
                  se desencadenaba entonces en la superficie del océano?





                  20. A 470 24' de latitud y l70 28' de longitud



                  La tempestad nos había rechazado hacia el Este. Toda es-peranza de evadirse en las
                  cercanías de Nueva York o del San Lorenzo se había desvanecido. El pobre Ned,
                  desesperado, se aisló como el capitán Nemo. Conseil y yo no nos dejába-mos nunca.

                  Dije que el Nautilus se había desviado al Este, pero hubie-ra debido decir más exactamente
                  al Nordeste. Durante algu-nos días, cuando navegaba en superficie, erró en medio de las
                  brumas de esos parajes tan peligrosas para los navegan-tes. Esas brumas se deben
                  principalmente a la fundición de los hielos, que mantiene una elevada humedad en la
                  atmós-fera. ¡Cuántos navíos se han perdido en esos parajes, en bus-ca de los inciertos faros
                  de la costa! ¡Cuántos naufragios de-bidos a la extraordinaria opacidad de esas nieblas!
                  ¡Cuántos choques con los escollos en los que el ruido de la resaca es sofocado por el del
                  viento! ¡Cuántas colisiones entre barcos, a pesar de sus luces de posición, de las
                  advertencias de sus pitos y de sus campanas de alarma!

                  Así, el fondo de esos mares ofrecía el aspecto de un campo de batalla, en el que yacían
                  todos los vencidos del océano; unos, viejos e incrustados ya; otros, jóvenes, cuyos herrajes
                  y carenas de cobre brillaban bajo la luz de nuestro fanal. ¡Cuántos barcos perdidos, con sus
                  tripulaciones, su mundo de emigrantes y sus cargamentos, en los puntos peligrosos que
                  señalan las estadísticas: el cabo Race, la isla San Pablo, el estrecho de Belle Isle, el estuario
                  del San Lorenzo! Y desde hacía un año tan sólo, ¡cuántas víctimas suministradas a esos
                  fúnebres anales por las líneas del Royal Mail, de In-mann, de Montreal ... ! El Solway, el
                  Isis, el Paramatta, el Hun-garian, el Canadian, el Anglosaxon, el Humboldt, el United
                  States, todos encallados. El Articy el Lyonnais, hundidos por colisión. El President, el
                  Pacific, el City of glasgow, desapare-cidos por causas ignoradas. Todos ellos no eran ya
                  más que restos, entre los que navegaba el Nautilus como si presencia-ra un desfile de
                  muertos.

                  El 15 de mayo, nos encontrábamos en la extremidad me-ridional del banco de Terranova.
                  Este banco es producto de los aluviones marinos, un considerable conglomerado de detritus
                  orgánicos transportados desde el ecuador por la co-rriente del Golfo y desde el polo boreal
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