Page 304 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Me retiré. Y a partir de aquel día nuestra situación se hizo muy tensa. Al informar a mis
                  compañeros de la conversa-ción, Ned Land dijo:

                   Ahora sabemos que no hay nada que esperar de este hombre. El Nautilus se acerca a
                  Long Island. Huiremos, haga el tiempo que haga.

                  Pero el cielo se tornaba cada vez más amenazador. Se manifestaban los síntomas de un
                  huracán. La atmósfera es-taba blanca, lechosa. A los cirros en haces sueltos sucedían en el
                  horizonte capas de nimbo cúmulus. Otras nubes ba-jas huían rápidamente. La mar, ya muy
                  gruesa, se hinchaba en largas olas. Desaparecían las aves, con excepción de esos petreles
                  que anuncian las tempestades. El barómetro baja-ba muy acusadamente e indicaba en el
                  aire una extremada tensión de los vapores. La mezcla del stormglass se descom-ponía bajo
                  la influencia de la electricidad que saturaba la atmósfera. La lucha de los elementos se
                  anunciaba ya pró-xima.

                  La tempestad estalló en la jornada del 18 de mayo, preci-samente cuando el Nautilus
                  navegaba a la altura de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. Puedo
                  describir esta lucha de los elementos porque, por un capri-cho inexplicable, el capitán
                  Nemo, en vez de evitarla en las profundidades, decidió afrontarla en la superficie.

                  El viento soplaba del Sudoeste a una velocidad de quince metros por segundo, que hacia las
                  tres de la tarde pasó a la de veinticinco metros. Ésta es la cifra de las tempestades.

                  Firme frente a las ráfagas, el capitán Nemo se hallaba en la plataforma. Se había amarrado a
                  la cintura para poder resis-tir el embate de las monstruosas olas que azotaban al Nauti-lus.
                  Yo hice lo mismo. La tempestad y aquel hombre incom-parable que la retaba se disputaban
                  mi admiración.

                  Grandes jirones de nubes que parecían surgir del agua ba-rrían la superficie convulsa del
                  mar. Ya no eran visibles las pequeñas olas que se forman a intervalos en el fondo de las
                  depresiones creadas por las grandes olas. únicamente se veían largas ondulaciones
                  fuliginosas, tan compactas que sus crestas no reventaban. Aumentaba más y más su altura,
                  como si se excitaran entre sí. El Nautilus, ya caído de costa-do, ya erguido como un mástil,
                  cabeceaba y se balanceaba espantosamente.

                  Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torren-cial que no abatió ni al viento ni a
                  la mar. El huracán se de-sencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por
                  segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había al-canzado esa fuerza que le lleva a
                  derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de
                  hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embar-go, el Nautilus estaba allí,
                  justificando en medio de la tor-menta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay
                  casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que
                  aquellas olas hubieran de-molido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni
                  mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán.
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