Page 300 - veinte mil leguas de viaje submarino
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puntiagudos dientes dispuestos en varias hileras, y cuyos cuerpos parecían cubiertos de
es-camas.
Entre los peces óseos, anoté unos labros grises propios de esos mares; esparos sinágridos
cuyo iris resplandecía como el fuego; escienas de un metro de largo, con una ancha boca
eri-zada de pequeños dientes, que emitían un ligero grito; cen-tronotos negros, de los que
ya he hablado; corífenas azules con destellos de oro y plata; escaros, verdaderos arco iris
del océano que rivalizan en colores con los más bellos pájaros de los trópicos; rombos
azulados desprovistos de escarnas; bá-tracos recubiertos de una faja amarilla y transversal
semejan-te a una t griega; enjambres de pequeños gobios moteados de manchitas pardas;
dipterodones de cabeza plateada y de cola amarilla; diversos ejemplares de salmones;
mugilómoros de cuerpo esbelto y de un brillo suave, como los que Lacepéde ha consagrado
a la amable compañera de su vida, y, por último, un hermoso pez, el «caballero americano»,
que, condecorado con todas las órdenes y recamado de todos los galones, fre-cuenta las
orillas de esa gran nación que en tan poca estima tiene a los galones y a las
condecoraciones.
Por la noche, las aguas fosforescentes del Gulf Stream ri-valizaban con el resplandor
eléctrico de nuestro fanal, sobre todo cuando amenazaba tormenta como ocurría
frecuente-mente en aquellos días.
El 8 de mayo nos hallábamos aún frente al cabo Hatteras, a la altura de la Carolina del
Norte. La anchura allí del Gulf Stream es de setenta y cinco millas y su profundidad es de
doscientos diez metros. El Nautilus continuaba errando a la aventura. Toda vigilancia
parecía haber cesado a bordo. En tales condiciones, debo convenir que podía intentarse la
evasión, con posibilidades de éxito. En efecto, las costas ha-bitadas ofrecían en todas partes
fáciles accesos. Además po-díamos esperar ser recogidos por algunos de los numerosos
vapores que surcaban incesantemente aquellos parajes ase-gurando el servicio entre Nueva
York o Boston y el golfo de México, o por cualquiera de las pequeñas goletas que
reali-zaban el transporte de cabotaje por los diversos puntos de la costa norteamericana.
Era, pues, una ocasión favorable, a pesar de las treinta millas que separaban al Nautilus de
las costas de la Unión.
Pero una circunstancia adversa contrariaba absolutamen-te los proyectos del canadiense. El
tiempo era muy malo. Nos aproximábamos a parajes en los que las tormentas son
frecuentes, a esa patria de las trombas y de los ciclones, en-gendrados precisamente por la
corriente del Golfo. Desafiar a bordo de un frágil bote a un mar tan frecuentemente
em-bravecido era correr a una pérdida segura, y el mismo Ned Land convenía en ello Por
eso, tascaba el freno, embargado de una furiosa nostalgia que sólo la huida hubiese podido
curar.
Señor me dijo aquel día , esto debe terminar. Voy a ha-blarle francamente. Su Nemo
se aparta de tierra y sube hacia el Norte. Le digo a usted que ya tengo bastante con el Polo
Sur y que no le seguiré al Polo Norte.
Pero, Ned, ¿qué podemos hacer, puesto que la huida es impracticable en estos momentos?