Page 295 - veinte mil leguas de viaje submarino
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semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón
                  haciendo en él el vacío. La boca del monstruo  un pico córneo como el de un loro  se
                  abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustan-cia córnea armada de varias
                  hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la
                  natura-leza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte
                  media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su
                  color incons-tante, cambiante con una extrema rapidez según la irrita-ción del animal,
                  pasaba sucesivamente del gris lívido al ma-rrón rojizo.

                  ¿Qué era lo que irritaba al molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del Nautilus, más
                  formidable que él, sobre el que no podían hacer presa sus brazos succionantes ni sus
                  mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha dado el
                  Creador, qué vigor el de sus mo-vimientos gracias a los tres corazones que poseen[L19] !.

                  El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de
                  estudiar detenidamente ese espé-cimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el horror que
                  me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo.

                   Quizá sea el mismo que el del Alecton dijo Conseil.

                   No  respondió el canadiense , porque éste está entero y aquél perdió la cola.

                   No es una prueba  dije , porque los brazos y la cola de estos animales se reforman y
                  vuelven a crecer, y desde hace siete años la cola del calamar de Bouguer ha tenido tiempo
                  para reconstituirse.

                  -Bueno -dijo Ned , pues si no es éste tal vez lo sea uno de ésos.

                  En efecto, otros pulpos aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al Nautilus.
                  Oíamos los ruidos que hacían sus picos sobre el casco. Estábamos servidos.

                  Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que
                  parecían inmóviles, hasta el punto de que hubiera podido calcarlos sobre el cris-tal. Nuestra
                  marcha era, además, muy moderada.

                  De repente, el Nautilus se detuvo, al tiempo que un cho-que estremecía toda su armazón.

                   ¿Hemos tocado?  pregunté.

                   Si, así es  respondió el canadiense , ya nos hemos zafa-do porque flotamos.

                  El Nautilus flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua.

                  Un minuto después, el capitán Nemo y su segundo entra-ban en el salón. Hacía bastante
                  tiempo que no le había visto. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al cristal, miró a
                  los pulpos y dijo unas palabras a su segundo. Éste salió in-mediatamente. Poco después, se
                  taparon los cristales y el te-cho se iluminó.
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