Page 290 - veinte mil leguas de viaje submarino
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submarinas; ahora, me aban-donaba a mis estudios y no venía al salón. ¿Qué cambio se
había producido en él? ¿Por qué causa? No tenía yo nada que reprocharme. ¿Tal vez se le
hacía insoportable nuestra pre-sencia a bordo? Pero aunque así fuera, no cabía esperar de él
que nos devolviera la libertad.
Rogué, pues, a Ned que me dejara reflexionar antes de ac-tuar. Si la gestión no daba ningún
resultado, podía reavivar sus sospechas, hacer más penosa nuestra situación y dificul-tar los
proyectos del canadiense.
En modo alguno podía yo aducir razones de salud, pues si se exceptúa la ruda prueba
sufrida bajo la banca del Polo Sur, jamás nos habíamos hallado mejor cualquiera de los tres.
La sana alimentación, la atmósfera salubre, la regulari-dad de nuestra existencia, la
uniformidad de la temperatura no daban juego a las enfermedades.
Yo podía comprender esa forma de existencia para un hombre en quien los recuerdos de la
tierra no suscitaban la más mínima nostalgia, para un capitán Nemo que allí se sentía en su
casa, que iba a donde quería, que por vías miste-riosas para otros pero no para él, marchaba
hacia su objeti-vo. Pero nosotros no habíamos roto con la humanidad. Y en lo que a mí
concernía, no quería yo sepultar conmigo mis nuevos y curiosos estudios. Tenía yo el
derecho de escribir el verdadero libro del mar, y antes o después, más bien antes, quería yo
que ese libro pudiera ver la luz.
Allí mismo, en aguas de las Antillas, a diez metros de pro-fundidad, ¡cuántas cosas
interesantes pude registrar en mis notas cotidianas! Entre otros zoófitos, las galeras,
conocidas con el nombre de fisalias pelágicas, unas gruesas vejigas oblongas con reflejos
nacarados, tendiendo sus membranas al viento y dejando flotar sus tentáculos azules como
hüos de seda, encantadoras medusas para la vista y verdaderas orti-gas para el tacto, con el
líquido corrosivo que destilan. Entre los articulados, vi unos anélidos de un metro de largo,
arma-dos de una trompa rosa y provistos de mil setecientos órga-nos locomotores, que
serpenteaban bajo el agua exhalando al paso todos los colores del espectro solar. Entre los
peces, rayas molubars, enormes cartilaginosos de diez pies de lar-go y seiscientas libras de
peso, con la aleta pectoral triangu-lar y el centro del dorso abombado, con los ojos fijados a
las extremidades de la parte anterior de la cabeza, y que se apli-caban a veces como una
opaca contraventana sobre nuestros cristales. Había también balistes americanos para los
que la naturaleza sólo ha combinado el blanco y el negro. Y gobios plumeros, alargados y
carnosos, con aletas amarillas, y mandíbula prominente. Y escómbridos de dieciséis
decíme-tros, de dientes cortos y agudos, cubiertos de pequeñas esca-mas, pertenecientes a
la familia de las albacoras. Por banda-das aparecían de vez en cuando salmonetes surcados
por rayas doradas de la cabeza a la cola, agitando sus resplande-cientes aletas, verdaderas
obras maestras de joyeria, peces en otro tiempo consagrados a Diana, particularmente
bus-cados por los ricos romanos y de los que el proverbio decía que «no los come quien los
coge». También unos pomacan-tos dorados, ornados de unas fajas de color esmeralda,
vesti-dos de seda y de terciopelo, pasaron ante nuestros ojos como grandes señores del
Veronese. Esparos con espolón se eclipsaban bajo su rápida aleta torácica. Los clupeinos,
de quince pulgadas, se envolvían en sus resplandores fosforescentes. Los múgiles batían el
mar con sus gruesas colas carnosas. Rojos corégonos parecían segar las olas con su afilada