Page 288 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Al día siguiente, 12 de abril, durante el día, el Nautilus se aproximó a la costa holandesa,
hacia la desembocadura del Maroni. Vivían en esa zona, en familia, varios grupos de va-cas
marinas. Eran manatís que, como el dugongo y el estele-ro, pertenecen al orden de los
sirénidos. Estos hermosos animales, apacibles e inofensivos, de seis a siete metros de largo,
debían pesar por lo menos cuatro mil kilogramos. Les hablé a Ned Land y a Conseil del
importante papel que la previsora Naturaleza había asignado a estos mamíferos. Son ellos,
en efecto, los que, como las focas, pacen en las prade-ras submarinas y destruyen así las
aglomeraciones de hier-bas que obstruyen la desembocadura de los ríos tropicales.
-¿Sabéis lo que ha ocurrido desde que los hombres han aniquilado casi enteramente a estos
útiles animales? Pues que las hierbas se han podrido y han envenenado el aire. Y ese aire
envenenado ha hecho reinar la fiebre amarilla en estas magníficas comarcas. Las
vegetaciones venenosas se han multiplicado bajo estos mares tórridos y el mal se ha
de-sarrollado irresistiblemente desde la desembocadura del Río de la Plata hasta la Florida.
Y de creer a Toussenel este azote no es nada en compara-ción con el que golpeará a
nuestros descendientes cuando los mares estén despoblados de focas y de ballenas.
Enton-ces, llenos de pulpos, de medusas, de calamares, se tornarán en grandes focos de
infección al haber perdido «esos vastos estómagos a los que Dios había dado la misión de
limpiar los mares».
Sin por ello desdeñar esas teorías, la tripulación del Nau-tilus se apoderó de media docena
de manatís para aprovisio-nar la despensa de una carne excelente, superior a la del buey y
la ternera. La caza no fue interesante porque los manatís se dejaban cazar sin defenderse. Se
almacenaron a bordo va-rios millares de kilos de carne para desecarla.
En aquellas aguas tan ricas de vida, el Nautilus aumen-tó sus reservas de víveres aquel día
con una pesca singu-larmente realizada. La barredera apresó en sus mallas un cierto número
de peces cuya cabeza termina en una placa ovalada con rebordes carnosos. Eran equeneis,
de la ter-cera familia de los malacopterigios sub branquiales. Su disco aplastado se
compone de láminas cartilaginosas transversales móviles, entre las que el animal puede
ope-rar el vacío, lo que le permite adherirse a los objetos como una ventosa.
A esta especie pertenece la rémora, que yo había observa-do en el Mediterráneo. Pero la
que habíamos embarcado era la de los equeneis osteóqueros, propia de esas aguas.
Nues-tros marinos iban depositándolos en tinas llenas de agua a medida que los cogían.
El Nautilus se aproximó a la costa, hacia un lugar donde vimos un cierto número de
tortugas marinas durmiendo en la superficie. Muy dificil hubiese sido apoderarse de esos
preciosos reptiles, que se despiertan al menor ruido y cuyo sólido caparazón les hace
invulnerables al arpón. Pero los equeneis debían operar esa captura con una seguridad y una
precisión extraordinarias. Este animal es, en efecto, un anzuelo vivo cuya posesión
aseguraría la felicidad y la fortuna del sencillo pescador de caña.
Los hombres del Nautilus fijaron a la cola de estos peces un anillo suficientemente ancho
para no molestar sus movi-mientos y al anillo una larga cuerda amarrada a bordo por el otro