Page 287 - veinte mil leguas de viaje submarino
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res-plandecientes con sus tonos plateados; escómbridos guaros, provistos de dos aletas
                  anales; centronotos negros de tintes muy oscuros, que se pescan con hachones, peces de dos
                  metros de longitud, de carne grasa, blanca y firme, que cuando están frescos tienen el gusto
                  de la anguila, y secos el del sal-món ahumado; labros semirrojos, revestidos de escamas
                  únicamente en la base de las aletas dorsales y anales; crisóp-teros, en los que el oro y la
                  plata mezclan sus brillos con los del rubí y el topacio; esparos de cola dorada, cuya carne es
                  extremadamente delicada y a los que sus propiedades fosfo-rescentes traicionan en medio
                  del agua; esparos pobs, de lengua fina, con colores anaranjados; esciénidos coro con las
                  aletas caudales doradas, acanturos negros, anableps de Surinam, etc.

                  Este «etcétera» no me impedirá citar un pez del que Con-seil se acordará durante mucho
                  tiempo y con razón. Una de nuestras redes había capturado una especie de raya muy
                  aplastada que, si se le hubiese cortado la cola, habría forma-do un disco perfecto, y que
                  pesaba una veintena de kilos. Era blanca por debajo y rojiza por encima, con grandes
                  manchas redondas de un azul oscuro y rodeadas de negro, muy lisa de piel y terminada en
                  una aleta bilobulada. Extendida sobre la plataforma, se debatía, trataba de volverse con
                  movimientos convulsivos y hacía tantos esfuerzos que un último sobresal-to estuvo a punto
                  de precipitarla al mar. Pero Conseil, que no quería privarse de la raya, se arrojó sobre ella y
                  antes de que yo pudiese retenerle la cogió con las manos. Tocarla y caer derribado, los pies
                  por el aire y con el cuerpo semiparaliza-do, fue todo uno.

                   ¡Señor! ¡ Señor! ¡ Socórrame!

                  Era la primera vez que el pobre muchacho abandonaba «la tercera persona» para dirigirse a
                  mí.

                  El canadiense y yo le levantamos y le friccionamos el cuer-po vigorosamente. Cuando
                  volvió en sí, oímos al empeder-nido clasificador, todavía medio inconsciente, murmurar
                  entrecortadamente: «Clase de los cartilaginosos, orden de los condropterigios, de branquias
                  fijas, suborden de los se-lacios, familia de las rayas, género de los torpedos».

                   En efecto, amigo mío, es un torpedo el que te ha sumido en tan deplorable estado.

                   Puede creerme el señor que me vengaré de este animal.

                   ¿Cómo?

                   Comiéndomelo.

                  Es lo que hizo aquella misma tarde, pero por pura repre-salia, pues, francamente, la carne
                  era más bien coriácea.

                  El infortunado Conseil se las había visto con un torpedo de la más peligrosa especie, la
                  cumana. Este extraño animal, en un medio conductor como es el agua, fulmina a los peces a
                  varios metros de distancia, tan grande es la potencia de su órgano eléctrico cuyas dos
                  superficies principales no miden menos de veintisiete pies cuadrados.
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