Page 62 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 62
Estos músicos respondió el capitán Nemo son con-temporáneos de Orfeo, pues las
diferencias cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor
profesor, tan muerto como aquéllos de sus amigos que descansan a seis pies bajo tierra.
El capitán Nemo calló, como perdido en una profunda ensoñación. Le miré con una viva
emoción, analizando en silencio los rasgos de su fisonomía. Apoyado en sus codos sobre
una preciosa mesa de cerámica, él no me veía, parecía haber olvidado mi presencia.
Respeté su recogimiento y continué examinando las cu-riosidades que enriquecían el salón.
Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante.
Consistían principal-mente en plantas, conchas y otras producciones del océano, que debían
ser los hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón, un surtidor iluminado
eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola tridacna. Esta con-cha,
perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con unos bordes delicadamente
festoneados, medía una circun-ferencia de unos seis metros; excedía, pues, en dimensiones
alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la República de Venecia y de las que la
iglesia de San Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.
En torno al pilón, en elegantes vitrinas fijadas por arma-duras de cobre, se hallaban,
convenientemente clasificados y etiquetados, los más preciosos productos del mar que
hu-biera podido nunca contemplar un naturalista. Se compren-derá mi alegría de profesor.
La división de los zoófitos ofrecía muy curiosos especí-menes de sus dos grupos de pólipos
y de equinodermos. En el primer grupo, había tubíporas; gorgonias dispuestas en abanico;
esponjas suaves de Siria; ¡sinos de las Molucas; pen-nátulas; una virgularia admirable de
los mares de Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas
madréporas que mi maestro Milne Edwards ha clasificado tan sagazmente en secciones y
entre las que distinguí las adorables fiabelinas; las oculinas de la isla Borbón; el «carro de
Neptuno» de las Antillas; soberbias variedades de cora les; en fin, todas las especies de esos
curiosos pólipos cuya asamblea forma islas enteras que un día serán continentes Entre los
equinodermos, notables por su espinosa envoltu ra, las asterias, estrellas de mar,
pantacrinas, comátulas, as terófonos, erizos, holoturias, etc., representaban la colec-ción
completa de los individuos de este grupo.
Un conquiliólogo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegría ante otras
vitrinas, más numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras de la división de
los moluscos. Vi una colección de un valor inestimable, para cuya descripción completa me
falta tiempo. Por ello, y a título de memoria solamente, citaré el elegante martillo real del
océano índico, cuyas regulares manchas blancas desta-caban vivamente sobre el fondo rojo
y marrón; un espóndilo imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro es-pécimen
en los museos europeos y cuyo valor estimé en unos veinte mil francos; un martillo común
de los mares de la Nueva Holanda, de difícil obtención pese a su nombre; berberechos
exóticos del Senegal, frágiles conchas blancas bivalvas que un soplo destruiría como una
pompa de jabón; algunas variedades de las regaderas de Java, especie de tubos calcáreos
festoneados de repliegues foliáceos, muy buscados por los aficionados; toda una serie de
trocos, unos de color amarillento verdoso, pescados en los mares de América, y otros, de un