Page 63 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 63
marrón rojizo, habitantes de los mares de Nue-va Holanda, o procedentes del golfo de
México y notables por su concha imbricada; esteléridos hallados en los mares australes, y,
por último, el más raro de todos, el magnífico espolón de Nueva Zelanda; admirables
tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de venus; el botón trencilla-do de las
costas de Tranquebar; el turbo marmóreo de nácar resplandeciente; los papagayos verdes de
los mares de Chi-na; el cono casi desconocido del género Coenodulli; todas las variedades
de porcelanas que sirven de moneda en la India y en África; la «Gloria del mar», la más
preciosa concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas, jantinas,
óvulas, volutas, olivas, mitras, cascos, púrpuras, bucínidos, arpas, rocas, tritones, ceritios,
husos, estrombos, pteróceras, patelas, hiálicos, cleodoras, conchas tan finas como delicadas
que la ciencia ha bautizado con sus nombres más encantadores.
Aparta en vitrinas especiales había sartas de perlas de la mayor belleza a las que la luz
eléctrica arrancaba destellos de fuego; perlas rosas extraídas de las ostras peñas del mar
Rojo; perlas verdes del hialótide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de
los diferentes moluscos de todos los océanos y de algunas ostras del Norte, y, en fin, va-rios
especímenes de un precio incalculable, destilados por las más raras pintadinas. Algunas de
aquellas perlas sobre-pasaban el tamaño de un huevo de paloma, y valían tanto o más que la
que vendió por tres millones el viajero Tabernier al sha de Persia o que la del imán de
Mascate, que yo creía sin rival en el mundo.
Imposible hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capitán Nemo había debido
gastar millones para adquirir tales especímenes. Estaba preguntándome yo cuál sería el
al-cance de una fortuna que permitía satisfacer tales caprichos de coleccionista, cuando el
capitán interrumpió el curso de mi pensamiento.
Lo veo muy interesado por mis conchas, señor profesor, y lo comprendo, puesto que es
usted naturalista. Pero para mí tienen además un encanto especial, puesto que las he co-gido
todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi búsqueda.
Comprendo, capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es
usted de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que
posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí mi capacidad de
admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el barco que las transporta? No
quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin em-bargo, confieso que este Nautilus,
la fuerza motriz que en-cierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el po-deroso
agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad... Veo en los muros de este salón
instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber .. ?...
-Señor Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte
del Nautilus le está prohi-bida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para mí un placer
ser su cicerone.
No sé cómo agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le
preguntaré acerca de la fi-nalidad de estos instrumentos de física.