Page 83 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Decididamente, entre los dos, Ned y Conseil, hubieran constituido un brillante naturalista.

                  No se había equivocado el canadiense. Un grupo de balis-tes, de cuerpo comprimido, de
                  piel granulada, armados de un aguijón en el dorso, evolucionaban en torno al Nautilus,
                  agitando las cuatro hileras de punzantes y erizadas espinas que llevan a ambos lados de la
                  cola. Nada más admirable que la pigmentación de su piel, gris por arriba y blanca por
                  de-bajo, con manchas doradas que centelleaban entre los oscu-ros remolinos del agua. Entre
                  ellos, se movían ondulante-mente las rayas, como banderas al viento. Con gran alegría por
                  mi parte, vi entre ellas esa raya china, amarillenta por arriba y rosácea por abajo, provista
                  de tres aguijones tras el ojo; una especie rara y de dudosa identificación en la época de
                  Lacepède, quien únicamente pudo verla en un álbum de dibujosjaponés.

                  Durante un par de horas, todo un ejército acuático dio es-colta al Nautilus. En medio de sus
                  juegos, de sus movimien-tos en los que rivalizaban en belleza, brillo y velocidad, dis-tinguí
                  el labro verde; el salmonete barbatus, marcado con una doble raya negra; el gobio eleotris,
                  de cola redondeada,

                  de color blanco salpicado de manchas violetas en el dorso; el escombro japonés, admirable
                  caballa de esos mares, con el cuerpo azulado y la cabeza plateada; brillantes azurores cuyo
                  solo nombre dispensa de toda descripción; los esparos rayados, con las aletas matizadas de
                  azul y de amarillo; los esparos ornados de fajas con una banda negra en la cola; los esparos
                  zonéforos, elegantemente encorsetados en sus seis cinturas; los aulostomas, verdaderas
                  bocas de flauta o becadas marinas, algunos de los cuales alcanzaban una lon-gitud de un
                  metro; las salamandras del Japón; las morenas equídneas, largas serpientes con ojos vivos y
                  pequeños y una amplia boca erizada de dientes...

                  Contemplábamos el espectáculo con una admiración in-finita que expresábamos en
                  incontenibles interjecciones. Ned nombraba los peces, Conseil los clasificaba, y yo me
                  ex-tasiaba ante la vivacidad de sus evoluciones y la belleza de sus formas. Nunca hasta
                  entonces me había sido dado poder contemplarlos así, vivos y libres en su elemento natural.

                  No citaré todas las variedades, toda esa colección de los mares del Japón y de la China, que
                  pasaron así ante nuestros ojos deslumbrados. Más numerosos que los pájaros en el aire,
                  todos esos peces pasaban ante nosotros atraídos sin duda por el brillante foco de luz
                  eléctrica.

                  Súbitamente, desapareció la encantadora visión al cerrar-se los paneles de acero e
                  iluminarse el salón. Pero durante largo tiempo permanecí aún arrobado en esa visión, hasta
                  que mi mirada se fijó en los instrumentos suspendidos de las paredes. La brújula mostraba
                  la dirección Norte Nordeste, el manómetro indicaba una presión de cinco atmósferas
                  co-rrespondiente a una profundidad de cincuenta metros y la corredera eléctrica daba una
                  velocidad de quince millas por hora.

                  Yo esperaba que apareciera el capitán Nemo, pero no lo hizo. Eran las cinco en el reloj.

                  Ned Land y Conseil regresaron a su camarote y yo hice lo propio. Hallé servida la comida,
                  compuesta de una sopa de tortuga, de un múlido de carne blanca, cuyo hígado, prepa-rado
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