Page 172 - La Ilíada
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iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva
a esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para
proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.
378 Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes —el
Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón—, sin embargo de estar heridos, los
pusieron en orden de batalla, y, recorriendo las hileras, hacían el cambio de las
marciales armas. El esforzado tomaba las más fuertes y daba las peores al que
le era inferior. Tan pronto como hubieron vestido el luciente bronce, se
pusieron en marcha: precedíales Poseidón, que sacude la tierra, llevando en la
robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un
relámpago; y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate,
porque el temor se lo impedía a todos.
388 Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los troyanos. Y
Poseidón, el de cerúlea cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los
troyanos y aquél a los argivos, extendieron el campo de la terrible pelea. El
mar, agitado, llegó hasta las tiendas y naves de los argivos, y los combatientes
se embistieron con gran alboroto. No braman tanto las olas del mar cuando,
levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen en la tierra; ni hace
tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse una
selva; ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando
muge; cuánto fue el griterío de troyanos y aqueos en el momento en que,
vociferando de un modo espantoso, vinieron a las manos.
402 El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza a Ayante, que contra él
arremetía, y no le erró; pero acertó a darle en el sitio en que se cruzaban sobre
el pecho la correa del escudo y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos
clavos, y ambos protegieron el delicado cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza
había sido arrojada inútilmente por su mano, y retrocedió hacia el grupo de sus
amigos para evitar la muerte. El gran Ayante Telamonio, al ver que Héctor se
retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían para calzar las naves y
rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con ella le hirió en el
pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra, lanzada con ímpetu,
giraba como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por
el rayo del padre Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre, y el que se halla
cerca desfallece, pues el rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el
robusto Héctor dio consigo en el suelo y cayó en el polvo: la pica se le fue de
la mano, quedaron encima de él escudo y casco, y la armadura de labrado
bronce resonó en torno del cuerpo. Los aqueos corrieron hacia Héctor, dando
recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas, aunque
arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de
cerca ni de lejos, porque fue rodeado por los más valientes troyanos —
Polidamante, Eneas, el divino Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el