Page 100 - Matilda
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—¡Aún no he empezado! —dijo rudamente la Trunchbull, quien, agarrándole
      bien de las orejas, lo levantó de su asiento y lo sostuvo en el aire.
        Igual que Rupert antes, Eric se puso a chillar como un condenado.
        Desde el fondo de la clase, la señorita Honey suplicó:

















        —¡Por  favor,  señorita  Trunchbull!  ¡No  haga  eso!  ¡Déjelo!  ¡Le  puede
      arrancar las orejas!
        —No se arrancan nunca —le contestó airadamente la Trunchbull—. A través
      de mi larga experiencia, señorita Honey, he aprendido que las orejas de los niños
      están firmemente unidas a la cabeza.
        —¡Por  favor,  señorita  Trunchbull,  déjele!  —suplicó  la  señorita  Honey—.
      Podría hacerle daño, de verdad. Podría arrancárselas.
        —¡Las  orejas  nunca  se  arrancan!  —gritó  la  Trunchbull—.  Se  estiran
      maravillosamente, como éstas, pero le aseguro que nunca se arrancan.
        Eric chillaba más fuerte aún y pataleaba en el aire.
        Matilda no había visto nunca un niño, o cualquier otro ser, suspendido en el
      aire por las orejas. Al igual que la señorita Honey, estaba segura de que ambas
      orejas  acabarían  desprendiéndose  en  cualquier  momento  por  el  peso  que
      soportaban.
        —La palabra « que»  se deletrea Q… U… E. ¡Ahora, repítelo tú, babosa!
        Eric  no  lo  dudó.  Al  ver  a  Rupert  había  aprendido,  que,  cuanto  antes
      contestara, antes le soltarían.
        —¡« Que»  se deletrea Q… U… E! —gritó.
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