Page 97 - Matilda
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—. ¡Haga lo que le digo! Voy a probar ahora con las tablas de multiplicar, para
      ver  si  la  señorita  Honey  os  ha  enseñado  algo  de  eso  —la  Trunchbull  había
      regresado  a  su  sitio,  frente  a  los  alumnos,  y  su  diabólica  mirada  recorría
      lentamente las filas de pequeños pupitres—. ¡Tú! —rugió, señalando a un niño
      llamado Rupert que se sentaba en la primera fila—. ¿Cuántas son dos por siete?
        —Dieciséis —contestó sin pensárselo Rupert.
        La Trunchbull avanzó lenta y silenciosamente hacia Rupert, al igual que una
      tigresa acechando a un cervatillo. Rupert captó al instante la señal de peligro y
      gritó precipitadamente:
        —¡Son dieciocho! ¡Dos por siete son dieciocho, no dieciséis!
        —¡Ignorante babosa! —vociferó la Trunchbull—. ¡Asno estúpido! ¡Cabeza de
      chorlito!  —mientras  tanto,  se  había  situado  justamente  detrás  de  Rupert  y,  de
      repente, extendió una mano del tamaño de una raqueta de tenis y agarró el pelo
      de Rupert. Éste tenía una hermosa cabellera rubia. Su madre creía que era bonita
      y le gustaba dejarla crecer más de lo normal. La Trunchbull sentía el mismo
      odio por el pelo largo de los chicos que por las trenzas y las coletas de las chicas
      y  estaba  a  punto  de  demostrarlo.  Agarró  de  un  puñado  las  largas  melenas  de
      Rupert con su mano gigante y, alzando su musculoso brazo derecho, levantó al
      desdichado niño por encima de su asiento y lo sostuvo en alto.
        Rupert lanzó un alarido. Se retorció y contorsionó, dando patadas en el aire y
      chillando como un cerdo al que están degollando, mientras la señorita Trunchbull
      gritaba:
        —¡Dos por siete son catorce! ¡Dos por siete son catorce! ¡No te voy a soltar
      hasta que lo digas!
        Desde el fondo de la clase, la señorita Honey exclamó:
        —¡Señorita Trunchbull, por favor! ¡Suéltele! ¡Le está haciendo daño! ¡Puede
      arrancarle el pelo!
        —¡Bien  podría,  si  no  deja  de  forcejear!  —contestó  desabridamente  la
      Trunchbull—. ¡Estate quieto, gusano retorcido!
        Era, en verdad, un sorprendente espectáculo ver aquella gigantesca directora
      sujetando en el aire al niño que giraba y se retorcía como alguien suspendido del
      extremo de una cuerda, gritando a voz en cuello.
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