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con quien tuvo ocasión de conversar animadamente, sin sospe-
                     char que avivaba en exceso su curiosidad.
                         Cada uno se llevó una excelente impresión del otro. «Para mi
                     gran alegría, he tenido un éxito completo a la hora de convencer
                     a Hilbert y a Klein», se felicitaba Einstein. Hilbert tampoco ocul-
                     taba su satisfacción: «Durante el verano contarnos con los siguien-
                     tes invitados: Sornrnerfeld, Bom y Einstein. En particular, las con-
                     ferencias de este último sobre teoría de la gravitación fueron todo
                     un acontecimiento».
                         Sin duda, Einstein había logrado seducir a los matemáticos de
                     Gotinga con su geornetrización de la gravedad. Lo que no podía
                     adivinar era que también lo habían visto perdido en una encruci-
                    jada: el punto donde la física se volvía demasiado complicada para
                     dejársela a los físicos. El gran patriarca de la escuela de Gotinga,
                     Felix Klein, se lamentaba: «En la obra de Einstein, hay imperfec-
                     ciones que no llegan a dañar sus grandes ideas, pero que las ocul-
                     tan de la vista».  Hilbert se permitía alguna broma al respecto:
                     «Cualquier chico en las calles de Gotinga entiende más de geome-
                     tría tetradirnensional que Einstein».
                        Las cartas se pusieron sobre la mesa en el mes de noviembre.
                     Einstein comenzó reconociendo que había «perdido del todo la fe
                     en las ecuaciones de campo» que había venido defendiendo a lo
                     largo de los últimos tres años. Decidió retornar una línea de ataque
                     que había abandonado en 1912, con demasiada precipitación, al
                     asumir una restricción que se reveló sin fundamento. La noticia de
                    que Hilbert había detectado sus imperfecciones y había iniciado
                    por su cuenta el asalto a las ecuaciones de campo le cayó corno un
                    jarro de agua helada. Hilbert disponía de la ventaja de una superio-
                    ridad matemática innegable, en un problema donde parecía un fac-
                    tor decisivo; en su favor,  Einstein contaba con su inigualable ins-
                    tinto físico.
                         Espoleado por la rivalidad, se sumió en un vértigo de ecua-
                    ciones, que llenaba de tachones, tanteos y enmiendas, hasta ago-
                    tar cada alternativa. Prácticamente descartó cualquier actividad
                    que amenazara su tensa concentración. No distinguía las horas del
                    día de la noche y a veces hasta se olvidaba de comer. Esta tena-
                    cidad extenuante terminó por dar frutos. La niebla se disipaba en






         118        LOS PLIEGUES DEL ESPACIO-TIEMPO
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