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Quizá en su juventud, al fantasear acerca de su futuro, Einstein
        soñara con la gloria científica, pero resulta improbable que se
        viera convertido en una referencia moral, cuyas opiniones sobre
        la paz, Dios o la libertad acabarían engrosando las colecciones
        de  frases  célebres.  Para ello  habría tenido que  leer en una
        bola de cristal el drama del siglo xx.  Mientras él se afanaba en
        promocionar al físico, las dos guerras mundiales y el nazismo le
        impusieron al pacifista, al sionista y al refugiado. Abrió su estan-
        cia en Estados Unidos como un científico admirable y la cerró
        siendo venerado por las masas. La simpatía y el cariño que des-
       pertaba por doquier respondían en parte a su modestia y a su
        estampa de sabio distraído, pero sobre todo a que supo aprove-
        char su fama para abogar por causas que una mayoría conside-
        raba tan justas como perdidas. No faltó quien pensara que podía
        muy bien ahorrarse su conciencia cívica. Su amigo Max von
        Laue se lo echaba en cara:  «¡Pero por qué tenías que destacar
        también  políticamente!  Estoy muy  lejos  de  reprocharte  tus
       ideas.  Solo me parece que el erudito debe mantenerse al mar-
        gen. La lucha política exige otros métodos y naturalezas que la
       investigación científica».
           Ante  la guerra y  las  tormentas  ideológicas  que  azotaban
       Europa, Einstein debió de pensar que confiar en los métodos y
       naturalezas de los políticos equivalía a un suicidio colectivo. Su






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