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de la fisión nuclear. Después de dos años de vacilaciones, Roose-
        velt puso en marcha el Proyecto Manhattan, en diciembre de 1941,
        un día antes de que los aviones japoneses bombardearan Pearl
        Harbour.
            Después de atender una consulta puntual sobre un método
        para cribar los isótopos del uranio, Einstein abandonó la escena
        del programa nuclear. Su naturaleza inconformista y su aireada
        querencia por el socialismo daban mala espina a los políticos y
        ponían más en guardia todavía a los militares. Considerado corno
        un riesgo para la seguridad, se le mantuvo apartado del proyecto
        Manhattan. Su relación con la bomba no se reanudó hasta después
        de Hiroshirna.


               «Ignoro con qué clase de armas se combatirá en la Tercera
                 Guerra Mundial, pero en la Cuarta serán palos y piedras.»

                                                -  DE UNA ENTREVISTA  CONCEDIDA EN 1949.


            Entonces vio sus recomendaciones a Roosevelt bajo una luz
        distinta: «Si hubiera sabido que los alemanes no lograrían fabricar
        la bomba atómica, no habría levantado ni el dedo meñique». A
        Szilard le comentó escaldado: «Resulta imposible adivinar todas
        las consecuencias de nuestros actos, por eso el sabio se limita de
        modo riguroso a la contemplación». Pero ahora que el mal estaba
        hecho, tampoco buscó refugio en la vida contemplativa. Desde
        niño el nacionalismo le había provocado un rechazo visceral. El
        arsenal atómico, al servicio del patriotismo miope e interesado de
       . cada estado, garantizaba, a su juicio, una guerra tan devastadora
        que su única ventaja sería que no podría repetirse. Aprovechó
        cualquier tribuna a su alcance para promover el desarme, el paci-
        fismo y la creación de una política supranacional que administrara
        y custodiara la energía nuclear. Su afán de unificación se trasla-
        daba de la física a la política internacional. Si las fuerzas funda-
        mentales de la naturaleza podían confraternizar, quizá las naciones
        fueran capaces de ceder su soberanía a un organismo que supiera
        integrarlas a todas.





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