Page 162 - 01 Einstein
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FINAL

                     Igual que su visión de la física pertenecía cada vez más al pasado,
                     los retazos de su mundo se iban desvaneciendo poco a poco. Elsa
                     no llegó a celebrar la Navidad de 1936, después de sufrir un ataque
                     al corazón. Mileva murió en el verano de 1948 de un derrame ce-
                     rebral. Su hermana Maja falleció de una pulmonía, el 25 de junio
                     de 1951. Michele Besso, el 15 de marzo de 1955, de una trombosis.
                     Aunque a Einstein le gustaba cultivar una cierta retórica del de-
                     sapego, mil gestos la desmienten. Sin contar su perseverancia en
                     el auxilio que prestó a los refugiados del nazismo, basta señalar su
                     desconsuelo al ver cómo su círculo más íntimo se desintegraba.
                     Poco dado al sentimentalismo, trató de acorazarse con el trabajo.
                     Cuando le fallaba su capacidad para concentrarse, se sumía en un
                     humor tenso y sombrío. En cierta ocasión, su gran amigo Paul
                     Ehrenfest le había reprochado que no necesitaba a nadie; Einstein
                     se revolvió indignado: «Necesito tu amistad tanto o quizá más que
                     tú lamía».
                         Consciente de su pérdida de facultades, trabajó en la «geome-
                     trización» de la física hasta el final. La ciencia, su pasión primera y
                     también la más pertinaz, manterúa intacto su poder de fascinación.
                     Cada mañana entraba en su despacho de Princeton con un puñado
                     de ecuaciones en el bolsillo que había urdido la noche anterior.
                         En la tarde del 13 de abril de 1955 se sintió indispuesto. Re-
                     cién levantado de la siesta, sufrió un colapso en el baño. Un aneu-
                     risma en la aorta, a la altura del abdomen, que pendía como una
                     espada de Damocles sobre su salud desde hacía siete años,  se
                     había desgarrado, precipitando una hemorragia interna. A pesar
                     de sufrir fuertes dolores se opuso a una operación: «Me quiero ir
                     cuando yo quiera.  Me parece de mal gusto prolongar la vida de
                     modo artificial. Yo ya he cumplido. Ha llegado la hora de que me
                     vaya y lo haré con elegancia». El viernes consiguieron conven-
                     cerlo de que ingresara en el hospital de Princeton. Con las inter-
                     mitencias de las sedaciones se fue apagando.
                         Su hijo mayor, que daba clases de hidráulica en Berkeley, cru-
                     zó el país para reunirse con él. La relación había atravesado mo-
                     mentos mejores y peores, pero tras la llegada de Hans Albert a






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