Page 43 - 01 Einstein
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cuerda -escribía en diciembre de 1901-. Esta gente considera
instintivamente a cualquier joven inteligente como una amenaza
a su podrida dignidad.» Después se lo tomó con humor y resigna-
ción: «Dios creó al asno y le dio una piel gruesa».
No era el único conflicto que se había gestado en las aulas de
la Politécnica por culpa de su alergia a las convenciones. Nada
más aterrizar allí, en el semestre de invierno de 1896, conoció a
una estudiante serbia, tres años mayor que él, que había recalado
en Suiza para continuar los estudios que las autoridades austro-
húngaras consideraban impropios de una mujer.
Pauline y Hermann habían alentado la relación de su hijo
mayor con Marie Winteler. Reaccionaron ante Mileva Marié con el
mismo horror que si se les apareciera un espectro. Los cumplidos
que le dedicó Pauline son un bumerán que la retratan como una
suegra casi de comedia. Para ella, Mileva era «demasiado vieja» y
«físicamente contrahecha», una mujer que no podía «aspirar a una
buena familia». Con esa convicción, perseguía a su hijo convertida
en un oráculo funesto: «Ella es otro libro, como tú, y tú lo que ne-
cesitas es una mujer», «cuando cumplas los treinta ella se habrá
convertido en toda una bruja». Su hijo, obviamente, veía las cosas
de otra manera: «Entiendo muy bien a mis padres. Consideran a
la mujer como un lujo para el hombre, que este solo puede permi-
tirse cuando disponga de una cómoda existencia. Pero tengo en
muy poco semejante concepción acerca de las relaciones entre
hombre y mujer, puesto que, desde ese punto de vista, la esposa y
la prostituta solo se diferencian en que la primera, gracias a sus
mejores condiciones de vida, puede conseguir del hombre un con-
trato de por vida. Semejante opinión es la consecuencia natural de
que en mis padres, como en la mayoría de las personas, los senti-
dos ejercen el dominio directo sobre los sentimientos, mientras
que en nosotros, gracias a las felices circunstancias en que vivi-
mos, el goce de la vida es infinitamente más amplio». La mera
imaginación de las consecuencias que podía acarrear ese goce
robaba el sueño de Pauline.
Si en la época dorada de Múnich había disfrutado acompa-
ñando a su hijo al piano para interpretar sonatas, ahora solo se
encontraba de humor para entonar un réquiem. Hermann y ella
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