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separación no tiene por qué implicar el reconocimiento de nin-
        guna autoría. Por otro lado, ahora sabemos que Einstein gastó
        parte del premio en inversiones que se esfumaron con la gran
        depresión.
            Es innegable que Mileva podía entender sus artículos y que
        incluso podía leerlos a  la caza de errores. Einstein disfrutaba
        discutiendo sus ideas con otras personas, como Michele Besso,
        Philipp Frank o Maurice Solovine. Su pensamiento se estimulaba
        con el ejercicio dialéctico.  Resulta difícil imaginar que no com-
        partiera sus especulaciones con la persona más cercana y que no
        buscara su opinión. ¿Hasta qué punto recibió en el intercambio
        sugerencias valiosas? Lo más probable es que nunca alcancemos
        a saberlo. La mayor parte de las cartas que Mileva le escribió a
        Einstein se han perdido, y entre las que se conservan encontra-
        mos escasas alusiones científicas. Las de Einstein rebosan entu-
        siasmo hacia sus lecturas y su contacto con otros científicos. Los
        amantes de las teorías de la conspiración siempre pueden argüir
        que las cartas que contenían las aportaciones de Mileva fueron
        arrojadas al fuego de alguna chimenea. Sí se conserva parte de la
        correspondencia de Mileva con su amiga Helene Kaufler,  donde
        expresa su admiración hacia el trabajo de su marido sin atribuirse
        ninguna participación en él.
            La única certeza es que el virtuosismo científico de Einstein
        sobrevivió a su vida en común con Mileva. La construcción de la
        relatividad general, su logro más ambicioso y profundo, culminó
        cuando trabajaba solo en Berlín, separado ya de su mujer. Aunque
        cabe detectar bastantes rasgos machistas, consustanciales a la
        época, en el trato que Einstein deparó a Mileva, la usurpación no
        parece encajar en lo que conocemos de su personalidad. Antes de
        que las aspiraciones académicas de Mileva se truncaran, después
        de suspender dos veces sus exámenes finales,  Einstein se mos-
        traba encantado ante la idea de compartir su empresa científica
        con ella. Por lo que puede leerse en su correspondencia, siempre
        la animó a que no tirase la toalla. En diversas ocasiones defendió
        decididamente, y por propia iniciativa, a otras mujeres que lucha-
        ban contra el ostracismo académico, como en el caso de la mate-
       mática alemana Emmy Noether (1882-1935).






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