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démico por la Academia parisina, de manera que en Euler ya con-
        vergían todos los nombramientos honoríficos posibles.
            Tal era su fama que cuando el ejército ruso invadió Alemania
         en 1760 y dañó gravemente una propiedad que el sabio suizo tenía
         en Charlottenburg, el general del ejército invasor,  Gottlob Curt
         Heinrich von Tottleben, se apresuró a indemnizar a Euler y pedirle
         disculpas por los hechos proclamando «Yo no hago la guerra a la
         ciencia»; también la emperatriz rusa Isabel le envió 4000 coronas
        para resarcirlo de sus perjuicios.
            Alrededor de 1750 alcanzó gran notoriedad la disputa acerca
        de la prioridad del principio de mínima acción, que Konig atribuía
        a Leibniz y Maupertuis, a sí mismo. Parece que Euler también lo
        había descubierto por su cuenta, pero no lo hizo público para no
        disgustar al que nominalmente era su jefe. Voltaire tomó partido
        por Konig y, en 1752, escribió un relato irónico (Diatriba del doc-
        tor Akakia) donde ridiculizaba a Maupertuis. Federico zanjó la
        polémica expulsando a Voltaire del reino, y Maupertuis, muy afec-
        tado por los hechos, se marchó de Berlín.
            A partir de ese momento, todo quedó en manos de Euler, pero,
        a pesar de ello, no fue nombrado presidente de la Academia. En
        primera instancia, Federico le ofreció el puesto a Jean-Baptiste
        le Rond d'Alembert, una figura de prestigio inmaculado, pero con
        el que Euler no tenía muy buena relación. Euler se veía ya bajo la
        férula de otro francés; incluso mencionó que la Academia de Ber-
        lín corría el riesgo de convertirse en una copia de la francesa; y lo
        cierto era que los sucesivos nombramientos reales de miembros
        franceses - sobre todo filósofos- apuntaban en esta dirección.
        Pero  en el curso de  sus negociaciones para su nombramiento,
        d'Alembert se entrevistó con un resignado Euler y se quedó muy
        impresionado. Aquel científico de aspecto tosco tenía una memoria
        incomparable, dominaba todos los campos y era un prodigio ma-
        temático, por lo que resultaba incomprensible no promocionar a
        semejante talento. D'Alembert rechazó muy cortésmente el puesto
        de presidente de la Academia y le sugirió al rey que nombrara a
        Euler, un sabio de prestigio mundial, que,  además, ya tenía en su
        casa. Pero, como se ha dicho, las virtudes personales de Euler no
        incluían la conversación ocurrente, la discusión constante de ma-






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