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La nueva teoría de Lavoisier acerca de la combustión se fue
abriendo paso poco a poco. El matemático Pierre-Simon Laplace
la apoyó desde el principio y el químico parisino Claude-Louis
Berthollet hizo público su apoyo en una reunión que tuvo lugar
en la Academia de Ciencias en abril de 1 785. Pero el respaldo más
importante vino del extrartjero, en concreto de Edimburgo, donde
Joseph Black la enseñaba en sus cursos de química desde mucho
antes.
Un vez que se empezaban a racionalizar los principios de
la nueva ciencia, surgía la necesidad de dotarla de un lenguaje
sistemático, cosa de la que carecía. Hasta entonces, los cuerpos
simples y compuestos que formaban el mundo material habían
sido designados de forma caprichosa. Su nombre podía hacer
mención al lugar donde se encontró la sustancia (sal de Epsom),
a la persona que la descubrió (licor fumante de Livabius), a la
asociación alquímica con algunos planetas (vitriolo de Venus) o
al parecido con alguna otra sustancia de uso común (mantequilla
de arsénico). Además, no era raro que una misma sustancia fuera
llamada de diferente manera dependiendo del lugar. Ello era una
de las nefastas herencias de la alquimia, en la que para no dar
pistas sobre sus conocimientos a los no iniciados una misma sus-
tancia tenía diversos sinónimos; así, por ejemplo, el mercurio era
designado de diez modos diferentes.
UNA CIENCIA NUEVA 81