Page 102 - 07 Schrödinger
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por primera vez las ventanas de su piso berlinés, en el distinguido
distrito de Grunewald, para aspirar el olor de las hayas y los pinos,
tuvo ocasión de reflexionar sobre su fulgurante trayectoria. Desde
que abandonara Viena por un puesto de ayudante en una modesta
universidad alemana, le había llevado siete años escalar la cumbre
más alta de la física internacional.
En las aulas de la Universidad de Berlín, Erwin deslumbró
con sus dotes de gran orador, pero fuera de las clases prestaba
escasa atención a los alumnos. Era un individualista elocuente,
pero no un mentor en la línea de Bohr, Bom o Sommerfeld. Como
Einstein, Schrodinger era un cazador solitario. También causó
sensación su indumentaria, que desafiaba las normas de etiqueta
algo prusianas del claustro. Sin embargo, su estilo de vestir irre-
verente y desenfadado encubría a un conservador en materia
científica, que no desentonaba con sus colegas Planck, Von Laue
o Einstein. En febrero de 1929, se incorporó a la Academia Pru-
siana de Ciencias. A sus cuarenta y dos años, se convertía en el
académico más joven. En Berlín estrechó los lazos de amistad
con Einstein. No solo serían compañeros de barricada en la gue-
rra cuántica que estaba a punto de librarse contra las nuevas ge-
neraciones, ambos presentaban síntomas de asfixia semejantes
ante la atmósfera cargada de formalidad berlinesa.
Para compensar las asperezas de la vida matrimonial, que vol-
vía a atravesar momentos de desencuentro, Erwin y Annemarie se
zambulleron en una animada vida social. Su hogar celebraba cada
semana una «tarde de salchichas vienesas» y patrocinaron toda
clase de iniciativas festivas, como el baile de disfraces que trocó
su piso en el Hotel 'V 'ti'*- La ciudad también tentaba a Schrodinger
con una fomlidable oferta cultural, que despertaba ecos de su ju-
ventud dorada en Viena. Ahora la novedad no radicaba en las
obras de Franz Grillparzer, sino en los dramas de Berltolt Brecht.
Schrodinger podía acudir al teatro a ver a Marlene Dietrich o Ruth
Berlau, escuchar a Lotte Lenya o afilar su cinismo con las cancio-
nes de cabaré. Por desgracia, las artes no eran lo único que flore-
cía en las aceras de Berlín. La mala hierba del nacionalsocialismo
prosperaba en toda clase de terrenos y no tardó en medrar en los
jardines de los profesores.
102 LA BÚSQUEDA DEL SENTIDO