Page 100 - 07 Schrödinger
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Zeus, cavilando sobre su inminente jubilación y sobre quién sería
                     el digno heredero de su cetro.
                         En cierta ocasión, Schrodinger le había confiado a otro cien-
                     tífico:  «La física no se reduce solo a la investigación del átomo,
                     como la ciencia no se reduce solo a la física, como la vida no se
                     reduce a la física». Cumpliendo esta máxima propia, no consagró
                     sus energías a las matemáticas superiores que imponía el proto-
                     colo cuántico. Accedió a dar clases particulares a Itha y Roswitha
                     Junger, dos gemelas de catorce años, amigas de la familia de An-
                     nemarie, que habían suspendido la asignatura de álgebra. Schro-
                     dinger centró su atención en Itha, más necesitada de ayuda. La
                     instrucción precisa de un mínimo de complicidad, que en este
                     caso pronto desbordó los límites pedagógicos. Las clases fueron
                     un éxito e Itha superó con facilidad los exámenes. Una vez extin-
                     guido el motivo que los reunía, Schrodinger se las ingenió para
                     fabricar pretextos nuevos y se entregó a un cortejo cauteloso, que
                     no cobraría verdadero impulso hasta que ltha cumplió los dieci-
                     siete años.
                         Este pequeño escarceo no lo distrajo de sus compromisos
                     profesionales. El 18 de diciembre de ese mismo año, 1926, se em-
                     barcó en el puerto de El Havre rumbo a  Estados Unidos,  para
                     emprender una agotadora gira que le obligaría a dar cincuenta
                     conferencias en tres meses. Schrodinger arrostró el viaje con un
                     humor de perros. Antes de atracar en Nueva York encontró la
                     Estatua de la Libertad «grotesca, entre lo cómico y lo espantoso».
                     Annemarie tuvo que emplearse a conciencia para aplacar su pavor
                     ante el ruido y la suciedad de las ciudades, la remota posibilidad
                     de que fueran asaltados por cuatreros o se despeñaran por las
                     serpenteantes carreteras del monte Wilson. La excesiva familiari-
                     dad de los dependientes en los comercios tampoco contribuyó a
                     levantar su ánimo. Schrodinger, muy apegado a la cultura del vino,
                     constató «que la prohibición había logrado dejar bien seco» al
                     país.  Cruzó Norteamérica de  costa a  costa, saltando como una
                     pieza de ajedrez sobre el tablero de sus estados:  Nueva York,
                     Maryland, Massachusetts, Illinois, Iowa, Minnesota, Utah y Cali-
                     fornia.  Mientras se esforzaba por difundir la buena noticia de su
                     mecánica ondulatoria, encontró tiempo para cumplir con todos






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