Page 103 - 07 Schrödinger
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Schrodinger nunca destacó por su activismo político o sus
compromisos públicos, pero abominaba de los nazis. El 1 de abril
de 1933 se declaró un día nacional de boicot a los negocios judíos.
Se cubrieron los escaparates de las tiendas con letreros disuaso-
rios, la propaganda llamaba a los patriotas alemanes a no comprar
y por si alguien no se daba por aludido, o simplemente no estaba
de acuerdo con las consignas, matones con camisas pardas se
apostaron en las entradas de los establecimientos, de las consultas
médicas o los despachos de abogados judíos. Schrodinger increpó
indignado a quienes amparaban este espectáculo de intimidación
y los nazis se revolvieron contra él. Uno de sus estudiantes, enga-
lanado con la esvástica de rigor, lo an·astró fuera del tumulto y lo
libró de la paliza preceptiva. El ascenso d_el nacionalsocialismo
alentó la purga judía no solo en las calles, sino también en los or-
ganismos públicos. Una semana después del boicot, se anunciaba
la ley que expulsaba de la administración a los funcionarios que no
demostraran su pureza de sangre o cuya ideología resultara sospe-
chosa. La reacción de la comunidad universitaria alemana fue de-
masiado compleja para que podamos despacharla en unas pocas
líneas; baste con señalar que las protestas se contaron con los
dedos de una mano. El éxodo de los que se tuvieron que marchar
dejó una estela de vacantes, que mejoró las condiciones profesio-
nales de quienes no se veían afectados. Hubo jóvenes arribistas y
viejos científicos cuya estrella había declinado, que advirtieron la
oportunidad de regresar a la primera fila institucional.
A la pregunta de por qué se había marchado de Alemania,
Schrodinger contestó una vez: «No aguantaba que la política me
molestara». Una respuesta que puede sonar algo flivola. Menos, si
se tiene en cuenta que la mayoría de los profesores en la misma
situación prefirió soportar las molestias. Ni Erwin ni Annemarie
eran judíos y eran contemplados con simpatía por el régimen.
Schrodinger había cumplido cuarenta y seis años y ocupaba uno
de los mejores puestos académicos del mundo, el trono de Berlín,
cuando por voluntad propia lo cambió por la incertidumbre del
exilio.
Ni siquiera la excepcional tensión política y personal a la que
estaba sometido hizo mella en sus pulsiones sentimentales. La re-
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