Page 101 - 07 Schrödinger
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los tópicos del turista. Visitó con escaso entusiasmo una reserva
      india, el Gran Cañón del Colorado y las colinas de Hollywood. A
      su paso por Salt Lake City la poligamia de los mormones captó al
      fin su interés. Para el 10 de abril ya estaba de vuelta en Zúrich y
      pudo celebrarlo descorchando una botella de buen vino.
          Al mes siguiente se abrió en Berlín el procedimiento para re-
      solver la vacante de Planck en la cátedra de Física Teórica. Los
      candidatos más obvios fueron desestimados por motivos de ín-
      dole diversa.  Einstein, por ejemplo, ya estaba en Berlín,  en un
      puesto cortado a su medida para eludir cualquier carga docente.
      Se reconocían los méritos indudables de Heisenberg, pero su ju-
      ventud actuaba de contrapeso. Una opción inexcusable era Som-
      merfeld, pero este no quiso abandonar Múnich. Tras los primeros
      descartes, la disyuntiva se redujo a un mano a mano entre Schro-
      dinger y Max Bom. Una vez más la versatilidad del austriaco jugó
      en su favor. Además, Bom era un hombre de carácter reservado y
      discreto, frente a un seductor nato como Schrodinger, cuya per-
      sonalidad,  más espectacular,  remataba ahora una indiscutible
      obra maestra. Planck, convencido de que era el hombre llamado
      a reconducir la física hacia la senda del sentido común, movió los
      hilos de la administración para respaldarlo.


             «Cuando recibió este llamamiento tan honorable de Berlín,
             lo primero que hizo fue escribir para decirles: "Lo lamento
       profundamente, pero no puedo respetar el horario de las clases.
                              Soy incapaz de trabajar por las mañanas".»
                     -  ANNEMARIE  BERTEL,  RECORDANDO  LA  REACCIÓN  DE  SCRRÓDINGER  AL  CONOCER
                                             LA  PROPUESTA  DE  LA  UNIVERSIDAD  DE  BERLÍN.

          Al  escuchar los cantos de sirena de Berlín,  una noche, los
      estudiantes de Zúrich organizaron una procesión de antorchas
      hasta la casa de Schrodinger, para rogarle que no los abandonara.
      Su profesor apreció el gesto de corazón, pero su cabeza ya había
      adoptado una decisión. Sin embargo, antes de instalarse en la ca-
      pital de Prusia en el verano de 1927, le asaltó la premonición de
      que su nuevo destino era otra estación de tránsito. Quizá al abrir






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