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con brillantez en una conferencia. Sentado entre el público, esta
                    vez Debye tampoco quedó satisfecho.  Reprochó a Schrodinger
                    que para hablar de ondas con propiedad, ya fueran vibraciones en
                    la cuerda de una guitarra, oscilaciones en la presión de las molé-
                    culas del aire (sonido) o radiación electromagnética era necesario
                    contar con una ecuación de ondas. Así que antes de abandonar la
                    sala de conferencias se la reclamó: «¡Encuéntrela!».
                        El desafío recordaba al que le había lanzado Hans Marius
                    Hansen a Bohr para justificar la fórmula de Balmer. Schrodinger
                    recogió el guante que le arrojaba Debye y ese gesto fue el primer
                    detonante de la que sería su obra maestra. El segundo provino de
                    fuera del ámbito científico. Su matrimonio con Annemarie había
                    arribado a Zúrich con una vía abierta bajo la línea de flotación. A
                    punto de zozobrar, encontraron que en algunos rincones de la
                    ciudad suiza flotaba todavía el espíritu libérrimo y antiburgués
                    del dadaísmo, que había estallado en plena guerra mundial. Su
                    nuevo círculo social mostraba una amplia tolerancia hacia las
                    relaciones fuera del matrimonio, que a veces se alimentaban den-
                    tro  del grupo.  Según el  matemático Hermann Weyl,  amigo  de
                    Erwin y amante de Annemarie, Schrodinger «hizo su trabajo tras-
                    cendental durante un arrebato amoroso tardío». Weyl debía de
                    saber lo que se decía, ya que colaboró estrechamente con el físico
                    austriaco,  ayudándole  a  salvar las  dificultades  técnicas de  la
                    ecuación de ondas. Su comentario disparó toda clase de conjetu-
                    ras sobre la identidad de la musa cuántica, sin éxito. Para añadir
                    más misterio, el diario de Schrodinger de ese período se perdió.
                    Todo lo que se conoce es que se trataba de una «antigua novia de
                    Viena» y que pasó con ella las navidades, en la misma estación
                    de esquí de Arosa donde cuatro años atrás se había sometido a
                    una cura de reposo.  ¿Se trataba quizá de Felicie? Al margen de
                    quien  fuera,  alentó  un  período  de  esplendor  creativo  donde
                    Schrodinger dio lo mejor de sí mismo. Si venía publicando una
                    media de 40 páginas anuales en las revistas científicas,  en 1926
                    casi multiplicó por siete su producción, alcanzando un máximo
                    de 265.  Además,  esta vez no se limitó a criticar con lucidez el
                    trabajo de otros, añadiéndole hondura matemática. Su obra con-
                    quistaba una cota diferente. De ser un físico de una solidez reco-






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