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Desilusión, esa podría ser la palabra que resume la impresión que
Bohr tuvo en 1911 cuando por fin pudo conocer a Joseph John
Thomson en Cambridge. La famosa universidad británica, que en-
tonces contaba con una historia de casi siete siglos, era el lugar
de referencia obligado para todo físico de principios del siglo xx.
Conocer a sir J.J., intercambiar ideas con él, recibir su consejo y
trabajar en su laboratorio, el Cavendish, era el sueño de muchos
jóvenes físicos de todo el mundo, ávidos de contribuir con su tra-
bajo al desarrollo de la física del átomo y de los electrones.
¿Cuál era el secreto de Thomson? Más allá de la fama que le
supuso su trabajo con los electrones y su premio Nobel de Física,
recibido en 1906, Thomson se caracterizaba por ser un volcán de
ideas y sugerencias para el trabajo de los jóvenes investigado-
res que acudían a él. De hecho, Thomson nunca había sido muy
amigo de desarrollar los temas hasta el final, ni desde el punto
de vista teórico ni del experimental. Le bastaba con una simple
aproximación para sacar conclusiones generales -muchas veces
arriesgadas- sobre cualquier resultado nuevo, sobre cualquier
especulación teórica. De este modo, el Cavendish era el lugar per-
fecto para encontrar infinidad de cabos sueltos que los físicos jóve-
nes -menos creativos pero más tenaces- pudieran desarrollar en
detalle. Quizá eso mismo fue parte del problema. Rodeado de un
número siempre creciente de estudiantes e investigadores, Thom-
LOS ELECTRONES JUEGAN CON BOHR 49