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son no podía concentrarse con suficiente atención en todos los re-
cién llegados al Cavendish. Además, acostumbrado a dar consejos,
no estaba muy preparado para atender a jóvenes que, con excesivo
entusiasmo, pretendieran tratar con él de igual a igual y menos si
se trataba de alguien cuyo inglés era claramente deficitario.
El momento esperado llegó en septiembre de 1911. Finan-
ciado por la Fundación Carlsberg, Bohr llegó a Cambridge para
una estancia de un año de trabajo posdoctoral. En su equipaje lle-
vaba una copia de su tesis doctoral traducida a toda prisa, mucha
ilusión y apenas unas frases de inglés. Las dos últimas cualidades
pueden formar una mala combinación cuando se mezclan. Y es
que, según parece, en la primera entrevista con Thomson, Bohr
llevó consigo un ejemplar del libro La teoría corpuscular de la
materia que el profesor había publicado en 1907, lo abrió en una
página concreta y dijo a bocajarro: «Esto está mal». Es bien sa-
bido que el idioma de Shakespeare es muy sutil a la hora de ma-
nifestar críticas, por lo que no es de extrañar que la frase de Bohr
rayara en la mala educación a los oídos de Thomson, quien, a su
vez, no estaba acostumbrado a recibir críticas a su trabajo.
Con el paso de las semanas la relación no mejoró. Thomson
le asignó una tarea experimental relacionada con el comporta-
miento de los rayos catódicos, la cual no tenía ningún interés para
Bohr. Además, el profesor estaba siempre ocupado y nunca tenía
tiempo para leer la tesis doctoral del joven danés. Mientras, Bohr
intentaba mejorar su deficiente inglés leyendo las obras completas
de Charles Dickens y buscando las palabras que desconocía en
el diccionario. Lo único que alegró sus primeros meses en Cam-
bridge fue poder jugar con frecuencia en el equipo de fútbol de la
universidad, así como la visita de su hermano Harald en Navidad y
las constantes cartas que Margrethe le enviaba desde Copenhague.
Fue en una cena navideña en el Trinity College de Cambridge
donde Bohr coincidió con un antiguo estudiante de Thomson, el
neozelandés Emest Rutherford (1871-1937), que en aquellos mo-
mentos dirigía su propio laboratorio en Mánchester tras haber
pasado unos años en Canadá. Bohr quedó impresionado por el
carácter y la fuerza arrolladora de Rutherford, así como por los
comentarios que oyó durante la cena acerca de la vitalidad de la
50 LOS ELECTRONES JUEGAN CON BOHR