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clásica, y un objeto microscópico, pequeño, controlado por la me-
                    cánica cuántica. ¿Dónde estaba la frontera entre uno y otro? Von
                    Neumann decía que alguien debía decidir dónde ponerla. Esto a
                    Feynman le parecía inaceptablemente arbitrario. Si la mecánica
                    cuántica era una descripción completa de la realidad, esa sepa-
                    ración debía surgir de ella de manera natural y de ningún modo
                    podía depender de que alguien llegara y colocara la barrera donde
                    le viniera en gana.
                        El aparato matemático desarrollado por Feynman,  que  en
                    1948 bautizaría como «integral de caminos», permitía separar el
                    sistema en diferentes trozos, que es lo que uno esperaría hacer
                    cuando mide algo:  aislar aquellas partes del sistema que se quie-
                    ren medir de las que no interesan. Este hecho, imposible de reali-
                    zar con las formulaciones  habituales de la mecánica cuántica,
                    tiene toda la apariencia de una argucia matemática, pero no nos
                    llevemos a engaño: es el que ha permitido los grandes avances que
                    se han producido en la física teórica durante el siglo xx.
                        Feynman sabía que el tiempo era el problema en su formula-
                    ción, pues requería «hablar de estados del sistema a veces muy lejos
                    del presente». Esto convertía en un trabajo de titanes encontrar una
                    interpretación física. No conseguirlo le sacaba de quicio; para él, no
                    poder visualizar un formalismo era un anatema. Sea como fuere, en
                    junio presentó su tesis: «El principio de mínima acción en mecánica
                    cuántica». Y tal y como tenía previsto, a los pocos días anunció a su
                    familia que se casaría con Arline al año siguiente.
                        Eso preocupó profundamente a Lucille, su madre.  Pensaba
                    que, a causa de su enfermedad, ella se convertiría en un ancla (y
                    no en una vela) para su hijo a la hora de encontrar un trabajo.
                    Temía también por su salud, sabía que los tratamientos para la
                    tuberculosis eran caros y la enfermedad exigía gran dedicación, y
                    dudaba que Richard pudiera disponer de  dinero y tiempo para
                    ella.  El interés de su hijo por casarse lo veía como el deseo de
                    agradar a alguien a quien amaba,  «igual que acostumbrabas en
                    ocasiones a comer espinacas para complacerme»; por eso le reco-
                    mendaba que siguieran comprometidos. Ante esto, Feynman res-
                    pondió a su madre que su detemünación por compartir su vida
                    con su gran amor era inan1ovible, pero sabía dónde se encontraba






         70         DE PRINCETON A LA BOMBA ATÓMICA
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