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tras el fallecimiento de un miembro de la gerontocracia, fue pro-
movido a pensionado. En doce años Laplace ascendió los pelda-
ños que llevaban del cargo más bajo al más alto. Pero su fortuna
no acabó ahí. En 1784, consiguió presentar su candidatura en el
ministerio y ser nombrado examinador de cadetes. Sería el suce-
sor de Bézout a la hora de examinar a los alumnos de las escuelas
de artillería, aunque Monge copó el cargo de examinador para las
escuelas navales. Monge y Laplace aseguraban así su carrera pro-
fesional, sobre todo económicamente. Y de rebote políticamente,
pues gracias a ello entrarían en contacto con la mayoría de las
figuras públicas en ascenso. Eran los primeros coqueteos con la
política.
Por esas fechas, y solo cuando había asegurado su carrera,
Laplace -que ya rozaba la cuarentena- decidió casarse. Eligió
para ello a una esposa veinte años más joven, algo que provocó
murmullos en los salones parisinos. El 15 de mayo de 1788 con-
trajo matrimonio con Marie-Charlotte Courty de Romange (1769-
1862), una jovencita de buena familia, que le permitió trepar en la
clase social y le dio rápidamente dos hijos: Charles-Émile, nacido
un año después, que se dedicaría a la carrera militar y llegaría a
obtener el grado de general, y Sophie-Suzanne, que fue su ojo de-
recho, pero que murió trágicamente en 1813 durante el parto de
su primer hijo.
A finales de la década de 1780, Laplace era ya el nuevo
Newton. No en vano recibió el honor de ser nombrado miembro
de la Royal Society de Londres. En esta década produjo sus resul-
tados más profundos, aquellos que le convirtieron en uno de los
científicos más importantes e influyentes que han existido. La-
place siempre tuvo a gala ser un decidido newtoniano y haber
demostrado que la ley de gravitación era el único principio nece-
sario para explicar la forma de los planetas, los movimientos de
los fluidos que los recubren, sus órbitas, así como las de los saté-
lites y cometas, y, por último, la estabilidad del sistema solar.
Puso a los astros en su sitio, y disolvió las dudas acerca del movi-
miento de Júpiter, Saturno y, en especial, la Luna. Francia y, en
particular, París podían respirar tranquilos: la Luna no se estrella-
ría contra la Tierra, ni saldría despedida hacia el Sol.
LA ESTABILIDAD DEL SISTEMA DEL MUNDO 69