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marido de los miles de curiosos que se acercaban a ver al «hom-
                     bre más listo del mundo». Terúa entonces Einstein cincuenta y un
                     años; Hubble, cuarenta y dos.
                         Cuando llegó a Pasadena, en 1931,  Einstein era ya un ídolo
                     popular sin precedentes en el mundo de la ciencia. Cada vez que
                     decía cualquier cosa, al día siguiente era primera portada en los pe-
                     riódicos de todo el mundo y era constantemente agasajado por ins-
                     tituciones científicas y culturales que consideraban su presencia
                     como un acontecintiento inolvidable. En realidad, él disfrutaba con
                     esta popularidad. Además de uno de los más grandes científicos
                     de todos los tiempos, era muy ingenioso, improvisando máximas y
                     chlstes para cada situación. Claro que tanta popularidad no podía
                     aguantarse a todas las horas del día y Elsa era quien planeaba la
                     distribución del tiempo entre baños de multitud, invitaciones, dis-
                     cursos e intimidad, por supuesto atendiendo a las preferencias de
                     su marido. Para entender que había que defenderse de la muche-
                     dumbre curiosa, basta recordar que el camarote de los Einstein
                     estaba permanentemente custodiado por un guardián en la puerta.
                         Con su aspecto peculiar, melena ondeante y bigote inculto,
                     el hombre que había transformado completamente los pilares de
                     la física,  sin más instrumento que su cabeza, era ciertamente la
                     estrella de las reuniones tanto científicas como populares y el ob-
                     jetivo de insaciables fotógrafos y periodistas.
                         Era el hombre inefable que nos había enseñado que el espacio
                     y el tiempo dependen del observador, que la energía y la masa
                     eran lo mismo, que nada podía viajar más rápido que la luz,  que
                     el espacio era curvo, que había desplazado el concepto de fuerza
                     gravitatoria a un capítulo de pura geometría. Y era el hombre que
                     había explicado el avance del perihelio de Mercurio, predicho la
                     deflexión de la luz de una estrella al pasar cerca del Sol, predicho
                     el desplazamiento al rojo de la luz emitida en el seno de un campo
                     gravitatorio y sentado las bases para entender el universo.
                         Einstein y la cosmología teórica y Hubble y la cosmología
                     observacional iban a encontrarse. ¿Cuál sería el previsible resul-
                     tado de sus conversaciones? Cualquiera podría haber predicho
                     que serían un formidable desastre. Hubble, un militar que hacía
                     observaciones astronómicas vestido como quien iba a la guerra,





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