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tarias existentes dedicada a las matemáticas y la filosofía natural:
el catedrático tenía que impartir clases de geometría, astronomía,
geografía, óptica, estática y otras disciplinas matemáticas, y depo-
sitar cada año en la biblioteca de la universidad el texto de al
menos diez de sus conferencias -con multas estipuladas si no se
cumplían estos términos, cosa que Newton hizo después con bas-
tante frecuencia sin que al parecer fuera nunca penalizado-.
Según un conocido de la época: «Eran pocos los que iban a escu-
char las clases de Newton, y menos aún los que le entendían; por
falta de oyentes, a menudo leía para las paredes».
LA RENUNCIA DE BARROW
Algunas fuentes dicen que Barrow re-
nunció a la cátedra deslumbrado por las
extraordinarias capacidades de Newton;
la historia, como tantas otras que hacen
referencia a su genialidad, la difundió
andando el tiempo el interesado: le dijo
al abate Conti -un personaje con el que
Newton hizo amistad a raíz de la dispu-
ta con Leibniz sobre la prioridad en el
descubrimiento del cálculo infinitesi-
mal- que él había resuelto en seis líneas
un problema para el que Barrow, des-
pués de mucho batallar, había compues-
to una solución muy extensa; Barrow
renunció entonces a su cátedra alegan-
do que Newton era más docto que él.
Sin duda, la razón de la renuncia fue
otra. Barrow era un teólogo más que un
matemático, y quería dedicarse a su vocación; además, tenía también ambi-
ciones de conseguir una posición mejor, cabría decir de mayor influencia
política. De hecho, al año siguiente de su renuncia fue nombrado capellán real
y, dos años después, director del Trinity College, cargo este que era, atendien-
do a los estatutos de la cátedra lucasiana, incompatible con ella -por más
que Barrow hubiera podido evitar la incompatibilidad solicitando una dispen-
sa real-. En cualquier caso, Barrow renunció.
MATEMÁTICO Y APRENDIZ DE BRUJO 103