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profesional. El joven Kachka respetaba tanto a sus ascendientes que
              jamás hubiese osado desobedecerles. Pero ya, en aquel momento, la
              decisión no dependía de él ni de sus tutores. El servicio militar era
              una de las obligaciones de cualquier ciudadano israelí, y Ariel podría
              ver cumplido su sueño sin tener que ir en contra de la voluntad de
              sus más inmediatos familiares.
                 Ariel Kachka era un muchacho de muy buena presencia. Si bien
              no media más que un metro ochenta, su figura esbelta y proporcio-
              nada lo hacía parecer más alto. Tenía los ojos claros, de un color gris
              acerado que le otorgaban un aspecto de hombre frío, pero atractivo
              al mismo tiempo. Su piel era de un tono ligeramente oscuro, lo que
              daba una especial relevancia a su mirada. A pesar de que su rostro no
              resultaba especialmente hermoso debido a una nariz algo prominen-
              te y una barbilla de tosca apariencia, sus labios anchos y carnosos,
              acompañados por una sonrisa extremadamente blanca, eran perfectos
              aliados de un físico que no pasaba desapercibido para el sexo opuesto.
                 Su primer destino, después de la correspondiente instrucción
              militar, había sido la custodia de escuelas y centros educacionales
              en Tel Avid. Llevaba apenas dos semanas en su puesto cuando su
              superior le ordenó dirigirse al instituto de Yad Eliyahu. Sin quejarse,
              a pesar de su disconformidad con aquel tipo de encargos, procedió
              junto a su compañero Raveh, algo mayor que él, pero mucho menos
              apasionado por la milicia, a ejecutar la orden encomendada. Dicha
              orden no daba lugar a malos entendidos; debían localizar a una jo-
              ven palestina llamada Fatma, que asistía al instituto existente en esa
              parte de la ciudad, y comunicarle la tragedia sobrevenida a su padre.
              Así mismo debían hacerse cargo de su custodia y procurar hacerle lo
              más llevadera posible aquella situación.
                 —¿Qué interés puede tener el ejército en hacer llegar a una joven
              palestina una noticia así?, muchos palestinos mueren a diario en
              Gaza. Y no es la primera vez que se matan entre ellos. ¿Qué tendrá
              esa chica de especial? —preguntaba Raveh al joven Kachka.
                 —No tengo idea. Pero, en todo caso, tampoco es asunto nuestro.
              Las órdenes no plantean ningún tipo de duda y nuestro deber es lle-
              varlas a cabo. Iremos a Yad Eliyahu y encontraremos a esa palestina.


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