Page 343 - Edición final para libro digital
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Fatma se levantó aturdida. Se llevó las manos a la cara y pudo
                 ver cómo estas se teñían de sangre. No sentía ningún dolor, tan
                 sólo un insoportable zumbido que castigaba sus oídos y una enorme
                 confusión. Inmediatamente buscó a sus hermanos con la mirada.
                 Comenzaban a sonar las sirenas y mucha gente corría hacia el lugar
                 para ayudar a los damnificados. Anduvo unos metros tambaleándo-
                 se hasta que pudo ver a Nabir. El joven yacía inerte entre las aplas-
                 tadas flores de un jardín anexo a la parada. La explosión lo había
                 lanzado a más de cuatro metros del lugar. Fatma se dirigió hacia él
                 temiéndose lo peor. No veía a Sabil por ninguna parte, y el cuerpo
                 de Nabir semejaba estar sin vida. A pesar de su desconcierto, sintió
                 una gran desazón ante las perspectivas proyectadas sobre la suerte de
                 sus hermanos.
                    Cuando estaba llegando junto a la inmóvil figura de Nabir, al-
                 guien la sujetó por el brazo.
                    —Señorita. ¿Se encuentra usted bien?
                    Fatma no dijo nada. Se giró para ver quien la detenía.
                    —Mi hermano. Creo que está muerto —fue su respuesta.
                    —Permítame que la ayude. Tiene usted mucha sangre.
                    —No me duele nada. Mi hermano. Ha muerto —repetía.
                     —No se preocupe. Ahora iremos a ver cómo está su hermano.
                 Usted necesita que la atiendan.
                    Fatma se dejó llevar. En realidad, no había superado aún el cho-
                 que inicial. Se encontraba como en un sueño, una pesadilla de la
                 cual no conseguía despertarse. Quien la auxiliaba era un hombre
                 de uniforme. Un soldado. Una vez más, un militar se estaba preo-
                 cupando por ella. Cada difícil situación, cada vez que necesitaba el
                 apoyo de alguien, allí había un militar hebreo para ayudarla. Parecía
                 que su Dios intentaba demostrarle lo absurdo que resultaba buscar
                 culpables en aquella sinrazón.
                    El soldado la llevó hasta una de las ambulancias que ya habían
                 llegado al lugar. Allí fue atendida en un primer momento. Tan sólo
                 un par de cortes en la frente, causantes de la sangre en su rostro,
                 señalaban el momento vivido hacía unos instantes. Pero sus heri-
                 das eran, una vez más, sensitivas. El dolor de ver el cuerpo inmóvil
                 de Nabir y la incertidumbre de no localizar a Sabil ocasionaban

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